Arturo Pérez – Reverte: El día que fui nazi
Ocurrió en 1985. El jefe del partido nazi belga durante la Segunda Guerra Mundial, León Degrelle, el hombre de quien Hitler dijo «Si tuviera un hijo, querría que fuese como él», vivía en España desde que tras la derrota de Alemania escapó a bordo de un avión con el que amerizó en la playa de San Sebastián. Protegido por el régimen franquista, que le concedió la nacionalidad –en Bélgica estaba condenado a muerte in absentia–, vivió plácidamente en España procurando no llamar mucho la atención. Sin embargo, la edad y el tiempo lo volvieron descuidado. Y cumplidos los 78 años hizo unos comentarios públicos en los que, además de reiterarse como antisemita, negaba el Holocausto.
Con dos o tres copas de por medio, Antonio y yo apostamos una comida en Lhardy si conseguía la exclusiva para TVE. Y a eso me puse
A principios de ese mismo año yo había pasado del diario Pueblo a TVE, y acababa de regresar de Beirut. Uno de mis mejores amigos era el jefe de la sección de Nacional, Antonio San José; y comentando el asunto surgió la idea de lo impactante que sería una entrevista con el antiguo SS para el Telediario. Pero después de sus comentarios, que habían dado lugar a duras críticas israelíes y a una acción judicial de la superviviente de Auschwitz Violeta Friedman, Degrelle había cerrado la boca y callaba como una ostra. Misión imposible: en esos días nadie podía hablar con él. Pero, bueno. Con dos o tres copas de por medio, Antonio y yo apostamos una comida en Lhardy –toque sarcástico al asunto– si conseguía la exclusiva. Y a eso me puse.
Detalle importante: desde el año 1973 me había formado como reportero en Pueblo, apostadero magnífico de los mejores periodistas de España, escuela de reporteros sin ley, sin Dios ni amo, capaces de vender a su madre por una firma en primera página, a los que hace un par de años retrató de forma magistral Jesús Úbeda en su espléndido libro Nido de piratas. Quiero decir que había aprendido allí, entre aquellos grandes –Raúl del Pozo, Manolo Marlasca padre, Raúl Cancio, Tico Medina, Yale, José María García y muchos otros–, las maneras eficaces y los trucos del oficio. Y con aquella escuela en la mochila, resuelto a que fuese Antonio quien pagase la comida, empecé la faena: teléfono, llamada a la casa de Degrelle en Benalmádena, Málaga: «Buenos días, mi general. Los judíos vuelven a la carga contra usted, y me parece intolerable. Pongo Televisión Española a su disposición para que pueda defenderse». El tono debió de ser convincente, pues la respuesta fue: «Venga cuando quiera, joven».
Una vez en Benalmádena –un pequeño chalecito con buganvillas–, en la puerta de la casa y cuando Degrelle en persona salió a abrir, empezó la función. Tras advertir al cámara y al sonido –si mal no recuerdo eran Sigüenza y el Trompo– que como grabaran los extras les cortaba los cojones, me cuadré con taconazo y brazo en alto: «Buenos días, mi general», etcétera. Durante la siguiente hora y media, la palabra mi general –que luego, al editar, eliminé cuidadosamente de toda la entrevista– no se me cayó de la boca. Mi general esto y mi general aquello. Entiendan ustedes el enfoque: yo era un chico simpático, ecuánime, comprensivo, consciente de la injusticia que el sionismo internacional cometía contra un heroico defensor de Europa, amenazada por la barbarie bolchevique y la trama judeomasónica: pura y honrada evidencia. Degrelle estaba encantado y largaba hasta por los codos. Habló con absoluta ausencia de complejos de su vida, del nazismo, de su papel político al frente del partido REX en Bélgica, de su actuación en los combates con la brigada Walonia en el frente ruso, de la dureza de la batalla de Tcherkassy –«Yo no era un político sino un soldado», insistía una y otra vez–. Y la segunda parte de la entrevista, aquel tipo grande y todavía de aspecto imponente a sus 78 años, la hizo –él mismo pidió que fuera así– con su nieta pequeña, que era ciega, sentada en las rodillas.
La emisión de la entrevista en el Telediario fue una gran exclusiva, un pelotazo internacional que TVE emitió en informativos con diverso formato y vendió en todo el mundo. En el montaje la desnudé de cuanto no fueran declaraciones concretas sobre los asuntos más delicados y peliagudos. No hizo falta añadir mucho comentario mío, ni juicios de valor, ni moralina alguna, pues el propio Degrelle era lo bastante elocuente sobre sí mismo: yo le daba voz y él hablaba. Y lo mejor lo dejé para el final: «¿Hay algo de lo que se arrepienta en su vida?», fue la pregunta. Y la respuesta surgió, seca, reveladora, contundente: «Me arrepiento de no haber vencido».
La comida en Lhardy, naturalmente, la pagó Antonio San José.