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Arturo Pérez-Reverte: El día que voté por Sócrates

No es la Atenas que recordaba, pero sigue siendo ella. Hace más de treinta años que no volvía a esta ciudad, escala frecuente por barco y avión en mis viajes profesionales. El lugar sucio y ruidoso que conocí nada tiene que ver con la urbe moderna, tan parecida a cualquier otra, llena de tiendas, bares y turistas, integrada desde hace tiempo en el parque temático en que se ha convertido Europa. Atenas es hoy una ciudad agradable, organizada para pasear y sentarse a tomar una copa o comer en sus innumerables restaurantes. Camino desde mi hotel en la plaza Syntagma hasta Plaka y Monastiraki, con la Acrópolis visible arriba, a mi izquierda, disfrutando de todo, de los comerciantes que ofrecen sus productos –los griegos siguen siendo listos y simpáticos– y hasta de los carteristas que se mueven entre nubes de turistas a la caza de incautos. Bajo el barniz de modernidad europea reconforta advertir, a poco que escarbes, la Grecia de toda la vida.

He llegado a Atenas en días de elecciones y eso me hace circular cosas por la cabeza: estudios, lecturas, dioses, filósofos, guerreros, democracia. Casi todo lo que somos y pensamos vino de aquí, de esta pequeña ciudad y sus alrededores. Lo de las elecciones me lleva, inevitablemente, a recordar las conchas marinas con que los atenienses votaban el exilio –de ahí la palabra ostracismo– para aquellos ciudadanos que no les eran gratos: como el político Arístides, castigado en una de esas votaciones populares, a quien un ciego que no sabía escribir ni lo conocía pidió que escribiera por él su propio nombre en la concha. «¿Y qué te ha hecho de malo ese hombre?», preguntó Arístides al ciego. «Nada –respondió éste–. Pero estoy harto de oír decir que es sabio y justo».

 

Se negó a aceptar que las pasiones populistas, los arrebatos demagógicos, estuviesen por encima de las leyes racionalmente establecidas

 

Las palabras sabio y justo retornan a mi cabeza en la suave cuesta que lleva a la Acrópolis. Allí, a la derecha del camino, entre olivos, está la cárcel de Sócrates: una doble cueva cerrada por una reja. Si fuera creyente rezaría un padrenuestro en memoria del hombre que más admiro en la historia de Grecia. Pero como en lo que creo es en los versos de Homero, en el Molón labé del espartano Leónidas («Venid a cogerlas», respondió a los persas que en las Termópilas exigían que depusiera las armas) y en el ¡Thalassa, thalassa! de los mercenarios griegos de la Anábasis, me limito a permanecer inmóvil, en respetuoso silencio, ante el lugar donde la tradición afirma que el filósofo se quitó la vida después de pasar las horas finales conversando serenamente con sus amigos. «Critón, le debemos un gallo a Asclepio –fueron sus últimas palabras–. Así que no te olvides de pagárselo».

Votaría por él, pienso ante su cárcel. Lo haría con conchas en las que escribiría el nombre de sus enemigos, o en las papeletas donde hoy, mientras estoy aquí, votan los griegos. Votaría por Sócrates, el filósofo pequeño, calvo y feo, educador de jóvenes, padre y abuelo de la ética y la filosofía, de quien sospecho que pocos políticos españoles –y no españoles, tal como andan los tiempos– hayan tenido noticia en su triste vida: el Sócrates que, ciudadano ateniense, combatió como hoplita en las batallas de Potidea, Delio y Anfípolis; el maestro de Platón y Jenofonte, amigo de Alcibíades; el pensador capaz de decir con suprema ironía: «Sólo sé que no sé nada, y eso me diferencia de los otros hombres». El ciudadano, en fin, que, tras hacer innumerables enemigos por su lengua libre, su libertad de conciencia y su mente lúcida, se negó a aceptar que las pasiones populistas agitadas por intereses políticos particulares, los arrebatos demagógicos que buscaban el apoyo fácil de las masas, estuviesen por encima de las leyes racionalmente establecidas. Eso le costó un juicio y una condena a muerte. Pudo huir, como aconsejaban sus amigos, pero prefirió ser fiel a las leyes y a sí mismo, asumiendo impávido una sentencia injusta. Y en este lugar en el que me encuentro, en esa cueva prisión donde lo imagino, bebió la cicuta y se quitó la vida.

Voto por él, decido al fin mientras arranco unas hojitas del olivo más cercano para llevármelas como recuerdo. Aunque yo no sea griego –pero en realidad también lo soy, o lo somos–, voto por Sócrates como si estuviera en el siglo V antes de Cristo. Incluso hoy, si tuviera derecho a hacerlo en este día de elecciones helenas, metería mi papeleta con el nombre de Sócrates escrito en ella. La introduciría en cualquier urna que la vida me pusiera delante: en Grecia, en España, en todo lugar de esta Europa miserable y desmemoriada que borra, cada vez más, los recuerdos del respeto que se debe a sí misma. Hoy, como siempre, voto por Sócrates el ateniense. Y quien no lo comprenda, que se vaya al carajo.

 

 

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