Arturo Pérez-Reverte: «El jinete cansado miró a lo lejos»
Zenda adelanta el comienzo de Sidi, la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte. Un relato de frontera que llegará a las librerías el miércoles 18 de septiembre.
«La despedida», cuadro de Augusto Ferrer-Dalmau que el pintor de batallas hizo expresamente para la portada de «Sidi».
Desde lo alto de la loma, haciendo visera con una mano en el borde del yelmo, el jinete cansado miró a lo lejos. El sol, vertical a esa hora, parecía hacer ondular el aire en la distancia, espesándolo hasta darle una consistencia casi física. La pequeña mancha parda de San Hernán se distinguía en medio de la llanura calcinada y pajiza, y de ella se alzaba al cielo una columna de humo. No procedía ésta de sus muros fortificados, sino de algo situado muy cerca, seguramente el granero o el establo del monasterio.
Quizá los frailes estén luchando todavía, pensó el jinete.
Tiró de la rienda para que el caballo volviese grupas y descendió por la falda de la ladera. Los frailes de San Hernán, meditaba mientras atendía en dónde ponía el animal las patas, eran gente dura, hecha a pelear. No habrían sobrevivido de otro modo junto al único pozo de buena agua de la zona, en el camino habitual de las algaras moras que cruzaban el río desde el sur en busca de botín, ganado, esclavos y mujeres.
Ganen o pierdan, concluyó el jinete, cuando lleguemos todo habrá terminado.
La hueste aguardaba desmontada para no fatigar a los caballos, al pie de la loma: ocho mulas con la impedimenta y cuarenta y dos hombres a caballo revestidos de hierro y cuero, sujetas las lanzas al estribo derecho y la silla, con el polvo de la cabalgada rebozando a hombres y animales; adherido a los rostros barbudos cubiertos de sudor hasta el punto de que sólo los ojos enrojecidos y las bocas penetraban las impávidas máscaras grises.
—Media legua —dijo el jinete.
Sin necesidad de que diera la orden, silenciosos por costumbre, todos subieron a las sillas, afirmándose en los estribos mientras acomodaban los miembros fatigados. Formaban una fila sin demasiado orden y llevaban los escudos colgados a la espalda. Arrimó espuelas el jinete, tomando la cabeza, y la hueste se puso en marcha siguiéndole la huella con rumor de cascos de caballos, crujidos de cuero en las sillas de montar y sonido de acero al rozar las armas en las cotas de malla.
El sol había descendido un poco cuando llegaron a San Hernán.
Se acercó la columna despacio, con el andar oscilante de sus monturas. Crepitaba aún el último fuego en el granero quemado, entre maderas que humeaban. Veinte pasos más allá, los muros de piedra y adobe del monasterio estaban intactos. Lo primero que habían visto los jinetes al aproximarse, sin que nadie hiciera comentarios pero sin que el detalle escapara a ninguno, era que la cruz seguía en lo alto del pequeño campanario. Cuando los moros se hacían con algo, era lo primero que tiraban abajo.
Aun así, el último tramo lo había hecho la gente desplegada en son de batalla, observando el paisaje con ojos inexpresivos y vacíos, pero atentos; escudo al brazo y lanza cruzada en el arzón, por si un enemigo oculto buscaba madrugar. Hombre prevenido, advertía el viejo dicho, medio combatido.
Que no vieras moros no significaba que ellos no te vieran a ti.
La puerta estaba en el lado norte del muro. Al aproximarse hallaron a los frailes esperándolos, sucios de tierra y tizne sus hábitos de estameña. Eran una docena y algunos aún empuñaban rodelas y espadas. Uno de ellos, joven, bermejo de pelo, sostenía una ballesta y llevaba tres saetas metidas en el cíngulo.
Se adelantó el abad. Barba luenga de hebras grises, ojos fatigados. Su cráneo calvo y tostado le ahorraba la tonsura. Miraba desabrido al jefe de los jinetes.
—A buenas horas —dijo con sequedad.
Encogió el otro los hombros bajo la cota de malla, sin responder. Contemplaba dos cuerpos cubiertos con mantas, puestos a la sombra que empezaba a ensancharse al pie del muro.
—Son de los nuestros —dijo el abad—. El hermano Pedro y el hermano Martín. Los sorprendieron en el huerto y no tuvieron tiempo de refugiarse dentro.
—¿Algún moro?
—Allí.
Caminó unos pasos precediendo al jinete, que lo siguió con la rienda floja, apretando las piernas contra los flancos del caballo para guiarlo. Junto al lado oriental del muro había tres cuerpos tirados entre las jaras secas. El jefe de la hueste los contempló desde la silla: vestían aljubas pardas, y a uno el turbante se le había desliado hasta descubrir un gran tajo parduzco que le hendía la frente. Otro estaba boca abajo, sin herida visible. Al tercero, caído de costado, le asomaba del pecho un virote de ballesta y tenía los ojos entreabiertos y vidriosos. El sol empezaba a hincharlos y ennegrecerlos a todos. La sangre estaba casi coagulada, y sobre los cuerpos hacía zumzumzumzum un enloquecido enjambre de moscas.
—Intentaron dar el asalto por esta parte —dijo el abad—. Creyeron que sería fácil porque aquí el muro es más bajo.
—¿Cuántos eran?
—Una aceifa de treinta, o tal vez fueran más. Atacaron al amanecer, con la primera luz, cuando los dos hermanos salían al huerto… Querían cogerlos vivos y meterse dentro, pero los nuestros gritaban para alertarnos. Así que los mataron y estuvieron toda la mañana dándonos guerra, intentando entrar.
—¿Cuándo se fueron?
—Hace rato —el abad miró a la hueste, que aguardaba a unos pasos conversando con los frailes—. Quizá los vieron llegar, o tal vez no. El caso es que se fueron.
Se pasó el jinete una mano por la barba. Reflexionaba observando las huellas de los fugitivos, que se alejaban hacia poniente: caballos herrados, y eran muchos. El abad lo miró desde abajo, inquisitivo, entornados los ojos por el sol.
—¿Van a perseguirlos?
—Claro.
—Pues les llevan delantera.
—No hay prisa. Estas cosas se hacen despacio. Y mi gente está cansada.
La expresión del fraile se había suavizado un poco.
—Podemos darles agua y algo de vino… No hemos horneado pan, aunque queda algo de hace tres días. También tocino y cecina.
—Bastará con eso.
Regresaron con los otros, caminando el abad junto al estribo del jinete. Éste hizo un gesto con la cabeza al que había quedado al frente de la tropa: un tipo rubiasco, ancho de hombros y cintura, que llevaba una deshilachada gonela gris sobre la cota, y que a su vez dio la orden de desmontar. Los jinetes bajaron de sus cabalgaduras para estirar los miembros doloridos, sacudiéndose el polvo y quitándose los yelmos, casi todos forrados de tela y, aun así, ardientes por el sol.
—¿De dónde vienen? —quiso saber el abad.
El jefe de la hueste también había puesto pie a tierra. Pasó las riendas delante de la cabeza del caballo y le palmeó el cuello con suavidad. Después se quitó el yelmo. Aunque la capucha de la cota de malla le colgaba detrás, entre los hombros, bajo la cofia de paño burdo su cabello rapado estaba húmedo de sudor.
—Nos pagaron para que persiguiéramos a la partida mora. Y en eso estamos.
—¿Sólo son vuestras mercedes?
—Tengo más gente y bagajes en Agorbe. Pero de los moros nos encargamos nosotros.
El abad señaló hacia poniente.
—Hay varios lugares nuevos en esa dirección. Temo por los colonos.
El jefe de la hueste miró hacia donde indicaba el fraile. Luego se quitó la cofia, se enjugó la frente con ella y volvió a encogerse de hombros.
—Pues rece vuestra paternidad por ellos, señor abad. Que no les irá mal.
—¿Y vuestras mercedes?
—Cada cosa a su tiempo.
Lo miraba el otro con atención, el aire valorativo.
—Todavía no me habéis dicho el nombre, señor caballero.
—Ruy Díaz.
Parpadeó el fraile, sorprendido. O más bien impresionado.
—¿De Vivar?
—De Vivar.
Al caer la noche acamparon más a poniente, al abrigo de unas cortaduras que permitían encender fuegos sin ser vistos de lejos.
Los hombres desensillaron los caballos, aflojaron los arreos y se tumbaron sobre sus ruanas a comer y beber algo de vino aguado. Lo hicieron casi todos en silencio, pues estaban demasiado cansados para conversar. Dejaron las patas de los animales trabadas y las armas a mano. Dos jinetes con cuernos de guerra colgados del cuello hacían guardia circular en torno al pequeño campamento. A ratos se oía el sonido de los cascos de sus caballos mientras las sombras montadas pasaban despacio en la noche, bajo las estrellas.
Se acercó el segundo de la hueste: Minaya, lo llamaban, y Alvar Fáñez tenía por nombre. Su silueta maciza, acuclillada junto a Ruy Díaz, se recortaba en el resplandor de la hoguera más próxima. La cruz de una daga le relucía al cinto. Olía a sudor, metal y cuero, como todos. Tenía las facciones picadas de viruela y cicatrices de aceros: una de esas caras que necesitaban un yelmo y una cota de malla para parecer completas.
—¿Cuál es el plan?
—No hay plan, de momento.
Se miraron tranquilos, sin despegar los labios. Agachado Minaya, recostado en la silla y las alforjas el jefe de la tropa. Inmóviles y conociéndose. Las llamas rojizas danzaban luces y sombras en sus caras barbudas.
—Esa aceifa va a hacer mucho daño, mientras tanto —dijo al fin Minaya.
—Las prisas también matan —objetó Ruy Díaz.
Dudó un momento el otro.
—Es cierto —dijo.
Mordía Ruy Díaz un trozo de carne seca, masticando para ablandarla. Le ofreció a su segundo, que negó con la cabeza.
—Dice el fraile que hay cuatro lugares nuevos de aquí a la sierra —dijo éste.
Miraron hacia los hombres tumbados en torno a los fuegos. El fraile estaba allí, con una manta por encima. Era el pelirrojo que había disparado la ballesta durante la defensa de San Hernán. El abad le permitía acompañar a la hueste, pues era joven y conocía el territorio. Iba a irles bien como ayuda espiritual. Los había seguido a lomos de una mula, con la ballesta colgada del arzón.
—¿Con mujeres y niños?
Encogió los hombros Minaya.
—Algunos habrá.
—Mala cosa.
—Sí, por vida de. Muy mala.
Calculaba Ruy Díaz en su cabeza jornadas, caminos e incidencias posibles y probables. El ajedrez a jugar sobre un tablero de terrenos yermos, agua escasa y colinas rocosas, calor diurno y frío en la noche. Desde una semana atrás, según noticias, la partida moruna corría el campo entre el río que llamaban Guadamiel y la sierra del Judío: una extensa tierra de nadie, frontera entre la Castilla cristiana y los reinos musulmanes, donde alguna gente pobre y desesperada —colonos cristianos que huían de la miseria, familias mozárabes fugadas del sur, aventureros de diversa índole— se asentaba con pequeñas granjas para roturar la tierra y criar algún ganado con una mano en los aperos de labranza y otra en la espada, durmiendo con un ojo abierto y viviendo, mientras seguía viva, con el recelo en el alma y el Jesucristo en la boca.
—Los burgueses de Agorbe nos pagaron para cazar a esos moros —comentó Minaya.
—Y los cazaremos. Pero no pienso reventar a hombres ni caballos. Seis leguas por jornada… Seis o siete con prisas, como mucho.
—Cuanto más tardemos en dar con la aceifa, peor será.
—¿Para quién?
—Para los colonos.
—Míralo por la parte buena. Cuanto más tardemos, más cargados de botín y más lentos irán… Mujeres, esclavos y ganado.
Sonrió el segundo. Se volvió a escupir hacia el fuego y tornó a sonreír.
—Por vida de. Ése es tu plan, entonces.
—Más o menos.
—Engordar al cerdo antes de matarlo.
—Algo así. Y quedarnos luego con el embutido, el jamón y el mondongo.
Minaya le dirigió una ojeada al fraile.
—Mejor no hablarle de eso al bermejo. No para de preguntar por qué no picamos espuelas.
—Pues dile la verdad, o parte. Que estas cosas se hacen despacio para no agotar a la tropa y no caer en una emboscada. Lo otro puedes ahorrárselo.
Relinchó un caballo fuera de la cortadura, se oyó rodar de piedras y los dos hombres miraron en esa dirección, medio incorporados, de pronto tensos. Pero en seguida llegó la voz tranquilizadora de un centinela. Su montura había tropezado en la oscuridad.
—Apenas hemos hablado desde que salimos de Burgos —dijo Minaya.
—Hemos hablado de muchas cosas.
—No de todas.
Hubo otro silencio mientras Ruy Díaz terminaba de comerse la cecina. Su segundo seguía mirándolo a la luz de la hoguera, y ésta parecía acentuar los picados de viruela en la piel curtida.
—Te han seguido al destierro. Lo de quienes somos tus parientes es normal, pues la familia es la familia. Pero a los otros les debes reconocimiento. Han pasado catorce días y no les has dicho nada —hizo un ademán vago, señalando los bultos tumbados en torno a los fuegos—. Creo que esperan unas palabras sobre el asunto.
—¿Qué clase de palabras?
—No sé. Una arenga. Algo.
Ruy Díaz se hurgaba entre los dientes.
—Sabían a lo que venían, al seguirme.
—Pero nadie los obligó. Vinieron por tu nombre y tu reputación. No lo olvides.
—No lo olvido.
Envolvió el jefe de la hueste los restos de comida en un trapo y los metió en las alforjas.
—¿Y tú, Minaya?… ¿Por qué viniste tú?
—Me aburría en Burgos —emitió el otro una risa corta y seca—. Desde que éramos críos, sé que contigo no se aburre uno nunca.
Tras un momento callado y como pensativo, el segundo rió de nuevo. Más fuerte esta vez. Más prolongado.
—¿De qué te ríes ahora, Minaya?
—De la cara de Alfonso en Santa Gadea. Cuando, todo solemne, subiste los tres peldaños del altar, apoyaste la mano en el pomo de la espada y le dijiste que jurara… ¿Lo recuerdas?
—Pues claro. No lo he olvidado, y él tampoco.
—Todos aquellos infanzones, caballeros y apellidos ilustres, la flor y nata de León y Castilla, murmurando. Pero por lo bajo, claro. Y el único que se atrevió a decirlo en voz alta fuiste tú.
Cogió Ruy Díaz una rama seca del suelo y la arrojó al fuego.
—Bien caro me costó, como ves.
—No podías evitarlo, ¿verdad?
—¿El qué?
—Sacarle los colores a un rey. Por vida de. Siempre fuiste un testarudo arrogante.
—Vete a dormir, anda. Mañana la jornada será larga.
Se incorporó Minaya, frotándose los riñones. Luego bostezó como si fueran a desencajársele las mandíbulas.
—Buenas noches, Ruy. Que Dios te guarde.
—Buenas noches…