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Arturo Pérez-Reverte: Hombres que fuman un cigarrillo

 

Hace exactamente cincuenta años, en el Sáhara todavía español y en vísperas de la Marcha Verde, un muy querido amigo mío, el comandante Fernando Labajos, pidió voluntarios para una incursión nocturna y peligrosa al otro lado de la frontera. Era un asunto delicado; y si salía mal, las consecuencias, tanto por parte española como marroquí, serían graves para los implicados: nadie los respaldaría en caso de muerte o captura. Para mi asombro, hubo más manos alzadas de las necesarias, y todo se llevó a cabo felizmente, en una noche sin luna. Pensé en eso el otro día, recordando un episodio de la Segunda Guerra Mundial simbolizado en una foto de un hombre vencido que fuma un cigarrillo. Y pensé una vez más que, por asombroso que parezca, nunca faltan manos alzadas cuando se propone una aparente locura. Que desde que el ser humano tiene memoria siempre hay hombres, y también mujeres, dispuestos a meterse en el vientre de un caballo de madera, acudir al Blocao de la Muerte –«Voluntarios para morir», fue la orden– o cruzar una frontera en una noche sin luna.

 

Pensé una vez más que, por asombroso que parezca, nunca faltan manos alzadas cuando se propone una aparente locura

 

La foto que me hizo recordar eso tiene que ver con la incursión que 960 comandos y marinos británicos –que siempre fueron unos admirables hijos de puta en esa clase de cosas– llevaron a cabo en Saint-Nazaire en 1942 para destruir el único dique donde podía ser reparado el acorazado alemán Tirpitz. Era una misión suicida, sin esperanza de retorno, y consistía en empotrar un barco cargado con cuatro toneladas de explosivos, el Campbelltown, en la compuerta del dique; y mientras éste reventaba unas horas después, destruir cuanto pudieran en el puerto antes de rendirse. Y así lo hicieron. Navegaron por el estuario del Loira bajo bandera alemana, izaron la británica un momento antes del ataque para cumplir con las leyes de la guerra, embistieron a toda máquina el dique bajo un diluvio de fuego y metralla, y una vez hecho eso los comandos y marinos saltaron a tierra y se dispersaron por los muelles destruyendo instalaciones, volando depósitos, matando cuanto podían y dejando un reguero propio de muertos y heridos. Después, tras hacer cuanto daño pudieron al enemigo, los supervivientes que no pudieron escapar –la mayoría, sabían todos desde el principio– levantaron los brazos y se rindieron. 

Es entonces cuando se hizo la fotografía. Volví a verla hace poco, al hilo de otro asunto, y de nuevo me conmovió, como cada vez que me topo con ella desde que por primera vez la vi siendo un muchacho. Se trata de una imagen que a pocos que hayan vivido situaciones extremas –la de quienes lucharon este verano contra el fuego en España también sirve– no les humedece el lagrimal, pues retiene, congela de modo perfecto, el momento exacto de un tipo específico de ser humano, o de actitud, ante determinadas situaciones: héroes cansados que sostienen sobre sus hombros la derrota como si no les pesara, con lúcida resignación. 

En la foto que comento, un grupo de marinos y comandos británicos prisioneros camina escoltado por soldados alemanes. Vienen del infierno y se les nota mucho. Y en primer plano, un hombre alto con uniforme de comando que sostiene con otro compañero a un marino que cojea herido, fuma con una calma casi insolente. No contempla el suelo, ni a sus captores, ni al fotógrafo. Con la mano libre se lleva el cigarrillo a los labios y mira con expresión ausente, a un lugar vago y lejano, como quien humildemente se acaba de medir con la Historia.

Y, bueno. Ésa es la foto: un soldado vencido, entre otros. Pero cuando se estudia la imagen con detenimiento, cuando la vida te concede el privilegio de conocer a hombres como ése, cuando los años y la experiencia descifran lo que hay en cada gesto, cada mirada, cada forma de caminar, cada chupada a ese pitillo real o simbólico que el hombre de Saint-Nazaire se lleva a los labios, entonces sabes que ese cigarrillo en la boca no es un gesto banal, sino un manifiesto. Es la declaración muda de que si peleaste lo mejor que podías, si quemaste el último cartucho antes de levantar resignado las manos, pueden apresarte el cuerpo, pero no el orgullo. Es la certeza absoluta de que, al fin y al cabo, la única diferencia real entre los seres humanos –en tantos millones de años, que unos mueran antes y otros mueran después no tiene demasiada importancia– es que algunos entre ellos son capaces, si llega el caso, de elegir voluntariamente la manera de hacerlo. De ir al encuentro de las reglas implacables de la existencia con la cabeza bien alta. Y a veces, mientras lo hacen y para ejemplo de todos, alguien los fotografía mientras fuman un cigarrillo. 

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