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Arturo Pérez – Reverte: La mejor novela de tu vida

Para alguien como el arriba firmante, cuyo oficio es contar historias, o sea, escribir novelas, terminar una incluye cierto peligro. Después de uno o dos años metido en ello hasta las trancas, dándole a la tecla durante ocho horas diarias, enfrascado en lecturas que documentan o estimulan, conviviendo con los personajes hasta que acaban siendo parte casi real de tu vida, poner punto final a todo eso puede tener, incluso, efectos traumáticos. Pasas de vivir en un mundo que has elegido, controlas y conformas a tu voluntad y tu medida, a salir de él y encontrarte en otro menos agradable e incluso hostil, como esos niños saharauis que, tras pasar una larga temporada con familias de acogida europeas, deben regresar a la dura realidad del desierto y los campos de refugiados.

Dirán ustedes que no puede ser tan dramático, pero les aseguro que sí. Que puede serlo. Afortunadamente hay una etapa de transición que ayuda un poco, pues una novela terminada no significa una novela entregada y olvidada. En mi caso, los últimos meses los dedico a las últimas correcciones y detalles, volviendo una y otra vez sobre lo escrito. Eso hace posible, como digo, un saludable período de desintoxicación. Y como a esas alturas del texto no hay nada realmente creativo en lo que haces, y tras la larga convivencia sueles estar harto de los personajes y la trama, que conoces hasta por el forro y no aportan ya novedad alguna, la cosa tiene cierta semejanza con esa mujer que dice ahí te pudras, imbécil, y te deja justo cuando empiezas a preguntarte si no es el momento de dejarla a ella. O viceversa.

El problema de todo esto, cuando eres un novelista profesional que vive de cuanto escribe, radica en lo que pasa inmediatamente después de que la historia recién escrita se vaya a vivir su propia vida. El vacío que te deja. Y les aseguro que se trata de un vacío peligroso, porque incluye la tentación letal de descansar un rato largo. Ahora que he acabado, piensas, voy a tomarme un período de vacaciones antes de empezar otra. Voy a relajarme mientras entro de nuevo en campaña. Y ahí es donde acecha el peligro, porque toda la disciplina, la concentración, el adiestramiento, la capacidad de esfuerzo y sacrificio de los últimos tiempos –«Escribir mata más que las bombas», me dijo Oriana Fallaci durante la primera guerra del Golfo, poco antes de morir– puede diluirse en pocas semanas. Plaf. Adiós, chaval. Visto y no visto. Puede hacerte perder esa tensa incertidumbre que necesita el novelista, semejante a la del marino. Situarte fuera del necesario estado de gracia y vigilia. Dejarte hecho una piltrafa.

Por eso, del mismo modo que cuando te caes del caballo o la moto debes volver a subir en cuanto puedas, para no coger miedo, cuando acabo una novela, e incluso mientras trabajo en las últimas correcciones, procuro tener ya otra en la cabeza. A veces es la que luego escribo y otras no. Por lo general, cuando creo haber elegido una historia buena para contar, paso un tiempo haciendo pruebas. Escribo veinte o treinta páginas para establecer si soy capaz de crear los personajes adecuados, dar con el tono narrativo, elegir bien el punto de vista y, sobre todo, averiguar si es con ella con la que deseo convivir durante los próximos meses o años de mi vida. A veces comprendo o intuyo que no es la adecuada, o el momento oportuno para ella, y esas páginas pasan al cajón de Nunca Se Sabe; porque un novelista de verdad nunca descarta nada del todo, nunca lo da por muerto. Hay novelas que esperan su tiempo adecuado, y todo puede resucitar o recomponerse un día, como ocurrió con El tango de la Guardia Vieja, cuyos primeros treinta folios tardé veinte años en recuperar y completar.

Y en eso estoy ahora, aquí donde me ven, o me leen. Entregué una novela antes del verano y en seguida hice un tanteo con una trama que me tenía caliente; y con ella estuve hasta que otra, que lleva quince años agazapada en mis papeles y mi cabeza, empezó hace unas semanas a decir aquí estoy, cortándole el paso. Así que, resuelto a subirme cuanto antes al caballo o la moto, me encuentro otra vez en ese momento maravilloso en que cualquier cosa es posible: cuando todo lo que lees, imaginas, capturas alrededor y echas al zurrón de la imaginación, combinado con los libros leídos y la propia vida, renueva el estado de felicidad que perdiste con el punto final de la anterior historia. Y cada noche, otra vez, te duermes pensando en lo que escribirás cuando despiertes. Y por la mañana despiertas ilusionado, tenso y lúcido; dispuesto, como cada día desde hace treinta años, a escribir la mejor novela de tu vida.

 

 

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