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Arturo Pérez-Reverte: La mirada del cazador

Cada vez que termino de escribir una novela hago dos cosas. La primera es vaciar algunos estantes de mi biblioteca, próximos a la mesa de trabajo, donde fui situando los libros nuevos o viejos que sirvieron para documentar y preparar lo que me ocupó el último o los últimos años. Hay una mezcla de alivio y tristeza en eso: alivio porque al fin me libro de un trabajo duro que determinó mis días y mis noches, y tristeza por alejarme para siempre de unos personajes y un ambiente por los que anduve feliz cierto tiempo. Durante un par de días devuelvo cada libro a su lugar en la biblioteca, meto en cajas la documentación escrita o impresa, pongo a salvo el primer borrador de la novela, y todo eso. Cierro, en fin, un mundo que al alejarse de mi cabeza y mi vida me deja indeciso, o tal vez vacío. Con una intensa sensación de pérdida y soledad.

Es entonces, para superar eso, cuando hago lo segundo a que me refería antes: elegir inmediatamente, entre las historias posibles que a un novelista profesional le rondan la cabeza, la que considero apropiada para mi talante, mi edad, mis lectores y el momento en que vivo. Y tengo mucho cuidado con eso. Lo de las historias a elegir o descartar no es ninguna tontería, porque con las novelas ocurre a veces como en el juego de las siete y media: o no llegas, o te pasas. Hay algunas para las que todavía no estás preparado y otras cuyo momento de escritura dejaste atrás. A tu instinto corresponde identificarlas. En ambos casos, cuando te das cuenta, lo prudente es interrumpirlas: tal vez algún día llegue su momento, o tal vez no las escribas nunca. Y decidirlo no es agradable: días, semanas o meses de trabajo pueden perderse para siempre. Al fin y al cabo, nadie obliga a ser novelista. Son reglas duras, pero son las que hay. O al menos son las mías.

Quien deja de mirar fuera de sí mismo se convierte en un novelista muerto. Y de ésos conozco –y ustedes también, supongo– a unos cuantos

Entro entonces, durante días o semanas, en lo que llamo la temporada de caza. Emerjo de la bodega –la de por qué llamo así al lugar donde trabajo es una vieja historia– y deslumbrado por la luz del sol camino mirando alrededor con el zurrón dispuesto, como un cazador ávido, para irlo llenando con aquello que puede serme útil en la nueva novela. Y es asombrosa la mirada selectiva con la que uno acaba trabajando. Como ya hay una trama, o al menos un esquema básico en tu cabeza, y después de treinta y cinco años escribiendo novelas tienes afiladas las herramientas, ves sólo aquello que te interesa ver. Te lo apropias con rapidez y dejas fuera lo inútil, que en realidad ni siquiera adviertes. Y así, viajando a los lugares adecuados, observando a las personas idóneas, pendiente del azar que depara hallazgos insospechados, te mueves de nuevo tenso y lúcido por un paisaje complejo que en realidad es la propia mente. Tu imaginación. La mirada de novelista que se proyecta en el mundo por el que caminas.

Así me sentía hace pocos días, paseando por Madrid con otra historia a punto en mi cabeza. Caminaba despacio y miraba con avidez, dispuesto el zurrón, acechando rasgos, gestos, voces útiles para la trama que ocupará los próximos meses y tal vez años de mi vida, si duro lo suficiente para contarla. Lo mejor de escribir historias, o al menos las mías, es que obligan a fijarse mucho en la gente, lo que no siempre ocurre en otra clase de oficios. Como un Sherlock Holmes bien adiestrado, buscas indicios, pistas que desvelen detalles útiles, que permitan conocer mejor el mundo y la gente que lo habita, y así mantenerte vivo como narrador. Quien deja de mirar fuera de sí mismo se convierte en un novelista muerto. Y de ésos conozco –y ustedes también, supongo– a unos cuantos.

Eso es, más o menos, lo que bullía en mi cabeza el otro día mientras paseaba por esa ciudad abigarrada y extraordinaria que es Madrid, entre la cuesta Moyano y el Museo del Prado. Y confieso que había un punto agridulce en mi manera de mirar. Tengo setenta años, compréndanlo, y hay cosas muy lejanas, quizá ya inalcanzables o imposibles. Bajo ese pensamiento me cruzaba con jóvenes vigorosos, chicas guapas, hombres y mujeres que pisaban fuerte en la vida, niños a los que nadie arrebató aún la ilusión de los ojos. Los veía alrededor, llenos de vida y futuro, transparentes y enigmáticos al mismo tiempo, y me sentía un poco fatigado, comparándome. Fatigado y melancólico. Nunca volveré a ser como vosotros, pensé resignado. Lo fui, pero ya no lo seré jamás. Sin embargo, gracias a que escribo novelas, todo sigue en cierto modo a mi alcance. Puedo apropiármelo porque tengo algo que la mayor parte de vosotros no tiene: el poder de convertiros a todos en literatura.

 

 

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