Arturo Pérez-Reverte: Mi París y otros amores
Hay ciudades que sosiegan y otras que estimulan. El efecto, supongo, varía según cada cual. En lo que a mí se refiere, Sevilla, Lisboa o Tánger, por ejemplo, son de las primeras. De las que inspiran paz y ganas
de pasear tranquilo, sin complicarte la vida: comer, leer, tomar una copa, mirar los lugares hermosos y ver pasar a la gente. Aquéllas donde no sientes la necesidad de hacer nada diferente a lo que haces. Otras ciudades, sin embargo, me causan un efecto distinto. En ellas es como si te tomaras una taza de café solo, bien cargado, o te fumaras un cigarrillo de los tiempos en que fumabas. O tuvieras quince años y te enamorases de alguien. Ciudades que abren puertas, que sugieren cosas quizá interesantes que todavía no has hecho. Puestos a seguir con los ejemplos, eso me ocurre en Londres, o en Nueva York, o en la ciudad de México. Son ciudades que incitan a hacer, a vivir, a imaginar. Que, como digo, estimulan. Que te vuelven lúcido y creativo.
De ese segundo grupo, mi favorita es París. Hay ciudades que me gustan más –en ninguna soy tan feliz como en Nápoles–; pero la capital francesa es el amor intelectual de mi vida. Quizá porque fue la primera y fueron muchos los libros que me llevaron allí. Nunca fui fetichista en el sentido de buscar la huella de los autores; por el contrario, siempre procuré evitarlas. Me da igual que Scott Fitzgerald se emborrachara en el Ritz o Hemingway fanfarroneara en el Harry’s Bar de Venecia. Lo que me interesa es el rastro de sus personajes, el eco de la ficción. Por aquel París anduve de jovencito, buscando lugares descubiertos en Los tres mosqueteros, en El conde de Montecristo, en La comedia humana, en Los misterios de París o en El fantasma de la Ópera, y frecuenté innumerables librerías a la caza de tesoros tempranos que conservo en mi biblioteca. Allí, en cafés hoy desaparecidos, como el de Cluny –que era mi favorito–, y en librerías de viejo como las de la rue Odéon o en las ya inexistentes de Saint-André des Arts, me sentí lector contumaz, buen cazador de libros, mucho antes de soñar siquiera con un día escribir novelas. Cuando, sin haber cumplido los veinte años, a lo único que aspiraba era a vivirlas.
Allí me sentí lector mucho antes de soñar siquiera con escribir novelas. Cuando a lo único que aspiraba era a vivirlas
He vuelto a París, como hago de vez en cuando. Hace un par de semanas recorrí otra vez los lugares habituales: un trayecto que, a estas alturas de mi vida, podría hacer con los ojos cerrados. Ni el café de Cluny, ni la gran librería de la esquina de Saint-Michel, ni la tienda de cómics de esa misma calle, ni la anticuaria de Fabrice Teissèdre, ni la náutica de Michéle Polak existen ya –el inconveniente de vivir demasiado tiempo es que ves desaparecer demasiadas cosas–, y los buquinistas del Sena tienen más recuerdos baratos para turistas que libros, grabados y revistas antiguas –¿qué habrá sido de aquella librera pelirroja de la que me enamoré hace medio siglo?–. Sin embargo, aún quedan lugares como L’Écume des Pages, próxima a mi hotel, la magnífica Gibert-Joseph, casi frente a La Sorbona, muchas de la rue Odéon y viejos cafés –Départ Saint-Michel, Les Deux Magots, Le Bonaparte– para sentarte a revisar el botín del paseo diario. Lugares donde, con esos libros recién comprados sobre la mesa, y ahí está la magia última del asunto, seguir imaginando.
Porque a eso me refiero con lo de ciudades que estimulan. Cada vez que regreso a París creo recuperar aquella inocencia original, la del joven lector para quien los libros eran un formidable camino que conducía directamente al futuro; cuando todo era posible porque aún estaba por leer y descubrir con una intensidad que proyectaría los libros leídos en la existencia vivida o por vivir. Y también en esta ocasión, como cada vez que vuelvo allí, sentí la inocencia del autor de mis primeras novelas, escritas hace más de treinta años: cuando narrar no era todavía una actividad profesional, sino una nueva forma de aventura, un modo de mezclar lo vivido con lo leído y lo imaginado. Y mientras caminaba con mi bolsa de libros en una mano y el paraguas en la otra –nada es del todo perfecto, y en esa ciudad llueve siempre–, en busca de un café donde hojear tranquilo el fruto de la jornada, me sentía otra vez, de nuevo y como de costumbre, capaz de urdir más historias que me hagan feliz mientras trabajo en ellas. Era, o es, como si cuanto tengo en la cabeza se airease y pusiera al día, llenándose de ideas y tramas inéditas, de nuevos personajes y puntos de vista, de relatos hermosos todavía por escribir, para los que no bastará –y no hay dramatismo alguno en esta certeza tranquila–, mucho o poco, lo que aún me pueda quedar de vida.