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Arturo Pérez-Reverte: No hay cojones

Hay frases tan nuestras que no las imaginas en boca de un guiri. Desde el «¿Se debe algo?» dicho en un bar después del tercer gintonic hasta el «Usted (ahora, tú) no sabe (sabes) con quién está (estás) hablando», incluidas «¿Quién da la vez?», «Venga, no jodas», «Eso te lo digo yo», «Échale huevos», «¿A mí me lo vas a contar?», «Cállate la boca» o el maravilloso «Vamos a irnos yendo» que suele decirse cuando nadie tiene intención de irse de ningún sitio. Sin embargo, la frase que mejor nos define a los españoles o lo que seamos ahora, la que nos vuelve peculiares, entrañables y peligrosos –que aquí todo puede ir junto–, es la más contundente y compleja de todas: «No hay cojones». Que no es negación ni confesión de impotencia, sino lo contrario: una incitación, una llamada a la acción. Un insoslayable desafío al que suele responderse con otra frase también absolutamente española: «¿Que no?… Aguántame el cubata».

Y ojo, porque la expresión parece exclusivamente masculina, típica del varón español de infantería, pero funciona igual en boca de una mujer. Y explica muchas cosas de nuestro pasado, presente y futuro. No hay cojones para esto o lo otro, dice alguien tocándote el trigémino. Así que, acto seguido, vas y lo haces. Faltaría más. Puede ocurrir, cuando unos amigos están de copas en Madrid a las dos de la madrugada y la peña va de vitaminas hasta las trancas, que alguien diga «No hay cojones de desayunar en Almería», y todos acaben en la UCI de un hospital de Granada. O cuando la copa se la toma con sus amigas Maripepa Equis, que acaba de separarse del marido quedándose con la casa y los niños; y su muy mejor amiga Vanesa, para darle ánimos y que supere el bajón, le dice «¿A que no hay cojones para soplarle también el coche a ese hijoputa?». Y entonces Maripepa lo piensa mejor, habla otra vez con su abogada, y al ex le quitan el coche, la moto, el perro y hasta las películas porno.

 

«No hay cojones para esto o lo otro», dice alguien tocándote el trigémino. Así que, acto seguido, vas y lo haces. Faltaría más

 

Pongan ustedes mismos los ejemplos, porque estoy seguro de que los conocen mejores y más variados que yo. «No hay cojones de comernos una paellita en Benidorm», dicen en Sigüenza, y allá van los amigotes en un par de coches, coleccionando multas y soplados de alcoholímetro por el camino. O, ya puestos en plan romántico, ¿quién no ha amanecido en Santander después de que una chica guapa dijera que nunca había visto el Cantábrico y un amigo del jenares guiñara un ojo y comentase «No hay cojones, Manolo». O ¿qué atrevida jovencita no ha ido a bailar a una discoteca después de que alguien dijera «No hay cojones, tía, para ponerte el vestido con ese escote»?. Yo mismo lo dije alguna vez, o me lo dijo el cabroncete de Márquez, mi cámara de TVE: «No hay cojones de grabar ahí, de pie, una entradilla para el telediario». Y en mi ya remota juventud, cuando los guardias urbanos aún llevaban aquellos cascos blancos tipo salacot, la frase dio lugar a que un grupo de amigos emprendiéramos por todo Madrid la caza desenfrenada de uno –«No hay cojones de quitarle el casco a un guardia»–, que al fin fue conseguido, aunque con resultados judiciales fáciles de imaginar. 

Si uno mira atrás, al pasado, comprueba que la historia de España, con lo que de bueno y malo tuvo en cada momento, está alicatada con frases como ésa, tan nuestras, tan de nosotros. «No hay cojones de resistir a los romanos en Numancia», dijo uno. «No hay cojones para irse a Italia con Aníbal, colegas», comentó otro. «No hay cojones de pedirle a los moros que crucen el estrecho y nos echen una mano», dijo aquel de allí. «No hay cojones, Rodrigo, de exigirle al rey que jure», etcétera. También tuvo consecuencias esa otra de «No hay cojones, jefe, de quemar las naves y meternos por la cara en Tenochtitlán». Sin olvidar, claro, «Ya que el rey nos debe veinte pagas, no hay cojones de saquear Amberes», «No hay cojones de mojarle la oreja a Napoleón» o –durante la sublevación cantonal– «No hay cojones para que Cartagena declare la guerra a Alemania». O aquella de «No hay cojones para que doscientos españoles crucen el lago Ilmen y vuelvan doce». Esa frase legendaria y multiusos constituye, por alguna razón que deberían desentrañar los sociólogos, el más eficaz estímulo para que los de aquí acometamos con parejo entusiasmo, tanto a pequeña como a gran escala, lo mismo asombrosas hazañas que disparates suicidas: «No hay cojones de cargarse la Primera República», «No hay cojones de cargarse la Segunda», «No hay cojones para cargarse el sentido común, la democracia y la Constitución», y veinte etcéteras más. Porque tal vez sea ése nuestro más antiguo y actual problema: en España sobran cojones para demasiadas cosas.

 

 

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