Religión

Arturo Pérez Reverte: Santos como Dios manda

Arturo Pérez-Reverte ganó el prestigioso premio del periodismo Mariano de Cavia - LA NACION

 

Entro a menudo en las librerías San Pablo de Sevilla y de Madrid. Me gusta comprar libros de Hans Küng para los amigos, echar un vistazo a las nuevas ediciones de la Biblia, repasar lo que hay de patrística y teología: cada cual tiene sus vicios más o menos confesables. Y el otro día me dio por mirar el expositor de estampitas. Y allí, entre los santos clásicos –san Francisco, santa Teresa, san Antonio–, me encontré con caras que no había visto nunca: muchachos con aire de alumnos aplicados, chicas de dulce sonrisa de catequesis, adolescentes en vaqueros. Son los nuevos santos y mártires modernos que la Iglesia lleva a los altares. Y en mi laica ignorancia, me quedé mirándolos con curiosa perplejidad. Háganse cargo: nací en 1951 y en el cole estudié Catecismo e Historia Sagrada, así que mi santoral aprendido se refiere básicamente a los santos de antes: los de parrilla, espada y fuego. Los que echaban a los leones. Soldados de Dios con un puntito de desafío en el suplicio, mártires de toda la vida, tipos y tipas duros, convencidos de que sufrir era su pasaporte a la eternidad. Ni ñoñerías, ni estampitas con sonrisas angelicales, ni mariconadas místicas: lo suyo era sudor, miedo, sangre y, a menudo, un sarcasmo final que desarmaba a sus verdugos. Santos, en fin, como Dios manda. Y la nómina resulta espectacular. 

San Lorenzo es uno de los grandes clásicos. Diácono romano, condenado a morir asado en una parrilla de hierro: carbones encendidos, olor a carne quemada, los legionarios tronchándose de risa, y el pavo todavía encuentra fuerza para escupirles la frase inmortal: «Dadme la vuelta, que por este lado ya estoy hecho». No hay fe que explique semejante insolencia. A eso lo llamamos carácter. Como el de san Sebastián, que posa con otro estilo, más blandito y tal, pero a quien no se puede reprochar falta de agallas: atado a un poste y aguantando flechazos con un par de huevos. Tampoco las señoras se quedan atrás. Ahí está santa Águeda: hermosa, cristiana y obstinada. Le arrancan los pechos y ella sale en las estampas presentando en bandeja su carne mutilada como tributo al cielo. O santa Cecilia, otra que tal. El verdugo era torpe de narices, y la chavala agonizó tres días con el cuello abierto, cantando himnos como Shakira. Y volviendo a los tíos, ahí tenemos a san Bartolomé: desollado como un conejo, aguantó rezando hasta el final. Aunque para santos provocadores, san Cipriano de Cartago: al ir a rebanarle el gaznate, dio al verdugo una bolsa de monedas para que hiciera bien el trabajo. Pocas muertes tan romanas como ésa. Tan profesionales.

Y es que así eran los santos de antes: héroes de lo invisible. Sufrían con esa mezcla de valor y chulería que los hizo eternos. Nada que ver con los santos de ahora, que suelen ser monjitas buenas, jovenzuelos que obedecían a sus padres, muchachas que ayudaban en las tareas del hogar, criaturas devotas de la catequesis. Nada que reprochar; la fe y la inocencia son siempre dignas de respeto. Pero la comparación es inevitable. Ahí tenemos, por ejemplo, a Carlo Acutis, adolescente italiano muerto en 2006, beatificado por su vida ejemplar y su devoción al rosario y a la Eucaristía. Buen chico, amante de la informática, generoso con los pobres, estudioso y obediente. La Iglesia lo propone como modelo para la juventud digital. Nada que objetar: su bondad es luminosa. Pero imaginen el descojono de un san Pedro, un san Pablo, un san Andrés, o sea, aquellos santos que eran carne de circo y patíbulo. Casi todos los de ahora son flores de pitiminí, ejemplos de obediencia, estudios y pureza de costumbres. Pasamos del macarra al monaguillo, del guerrero al muchacho aplicado, de la parrilla romana al cuarto de estudio. Aquellos veteranos tenían biografías como escritas por Homero: hierro, sangre, frases insolentes en la cara del verdugo. Las de ahora parecen redactadas por el tutor del colegio: «Era buen estudiante, respetuoso con sus padres, rezaba el rosario y ayudaba en casa».

Tal es la cuestión. Porque uno, con sus pecados y cicatrices, se pregunta a quién confiará el alma cuando toque dársela a quien se la dio. Y francamente: si debo rezar y encomendarme a alguien, prefiero los clásicos de toda la vida como san Apapucio, obispo egipcio decapitado en tiempos de Diocleciano, o san Simeón Estilita, que estuvo treinta años subido a una columna aguantando sol, viento y lluvia, con dos cojones. Esos viejos caimanes eran los Clint Eastwood del dolor, gladiadores de Dios. Eran profesionales serios. ¿Cómo voy a confiar mi salvación a un niñato que ayudaba en las tareas de casa, aprobaba matemáticas, sabía manejar el PowerPoint de la parroquia y no tenía ni media hostia?

 

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