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Arturo Pérez-Reverte: Tolstói en El Rábano

Arturo Perez Reverte by sofisof323 on emaze

ARTURO PÉREZ-REVERTE

 

Cuando te das una vuelta por las librerías en España, sorprende –en realidad sorprende poco, porque estás acostumbrado– la desproporción en las mesas de novedades entre obras de aparición reciente y clásicos de toda la vida. Eso no ocurre en otros lugares, o tal vez allí la diferencia es menor. Aquí lo habitual es toparte con pilas de nuevos títulos, la mayoría de triste destino: nacen caducos y mueren sin haber vivido. Toneladas de papel con frecuencia destinado a la nada. Sin embargo, para dar con la reedición de un clásico hay que armarse de paciencia y perseguir la suerte en librerías de viejo o en Internet, o esperar a que alguna editorial valiente –como las ediciones de clásicos de aventuras que rescatan Zenda y Edhasa, sin otra ganancia que la dignidad de mantenerlos vivos– se atreva a devolverlos al lector. 

 

Aquella era una redacción de periódico de canallas cultos, capaces de blasfemar o mentarte a la madre citando a Quevedo

 

No siempre fue así, y permitan que me recree un poco en la nostalgia. Que recuerde un tiempo a mediados de los años setenta en un Madrid que olía a tinta de periódico; o más bien en un periódico extraordinario que olía a Madrid: whisky, humo de tabaco, reporteros golfos y eficaces, chicas y chicos guapos. En aquel periódico, los clásicos subían a la redacción con toda naturalidad desde el maletero de un coche. Nuestro librero de guardia se llamaba José Bustillo, pero lo conocíamos como Bustillo, a secas. Aparecía por la redacción una vez al mes. Aparcaba cerca de Pueblo, en Huertas o Medinaceli. Abría el maletero y allí estaban los de toda la vida: Homero, Tolstói, Dante, Dostoievski, Shakespeare, Galdós, Ludwig, Zweig, Baroja… Amontonados como cadáveres en una película de Tarantino o como rehenes de un cártel mexicano, Bustillo los traía por encargo o los ofrecía elogiando éste o aquél. Los subía a la redacción y sacaba la libreta y el boli: nombre, título, deuda. Un trato de confianza, pues se pagaba a plazos. Aquella libreta de Bustillo, con sus cuentas y sus nombres –José María García, Raúl del Pozo, Jesús Hermida, Julia Navarro, Tico Medina–, contenía más historias que muchas novelas contemporáneas.

También pasaba por allí Platanito: un torero fracasado que terminó vendiendo lotería por los bares taurinos, los restaurantes y las redacciones. Casi todos le compraban, igual que a Bustillo: libros y lotería. Fiábamos la lectura a Bustillo y la suerte a Platanito. Era aquélla una redacción de buscavidas de ambos sexos, mercenarios sin otro dios ni amo que firmar en primera página: un auténtico nido de canallas peligrosos –como de manera tan espléndida narró Jesús Úbeda en su libro Nido de Piratas–, pero canallas cultos, capaces de blasfemar o mentarte a la madre citando a Quevedo. Y el reportero jovencito que entonces fui se enorgullece de haber formado parte de esa tribu hoy desaparecida: libros fiados en un maletero, cenas en tabernas populares, noches interminables en el periódico. Y el descubrimiento de que la literatura y la vida también podían venir a plazos. 

Durante doce años fui cliente fiel de Bustillo. Había leído a muchos de los clásicos en la biblioteca de casa; pero gracias al vendedor de libros a plazos los hice propios y conocí a muchos otros. Algunos de quienes no vivieron aquel mundo singular creerán que, entre noches de insomnio y periódicos al amanecer, los periodistas leíamos a Hemingway buscando emparejarnos con el mito. Pero la cosa no funcionaba así, porque el mito estaba alrededor, en el tableteo implacable de las Olivettis de las mesas contiguas. Hemingway podía irse al carajo, porque en torno tenías a una veintena de periodistas tan buenos como él, y en los libros buscabas otras cosas: comprender, por ejemplo, el mundo al que te enfrentabas cada día.

Entre los mejores momentos de esas noches y esos libros de Bustillo con olor a nuevo se contaban las cenas. No hay menú del Savoy, Horcher o el Grand Véfour comparable a cuarenta y cinco minutos en El Rábano –sopa de fideos, huevos fritos o filete y flan de postre–, con un ojo en el televisor por si algo pegaba un petardazo en algún lugar del mundo, y el otro en el Guerra y paz de las obras completas de Tolstói que tenías abierto junto al plato. Era El Rábano una casa de comidas popular, barata. Entre vecinos del barrio y colegas del periódico cenabas con un vaso de vino con casera, servido por el viejo camarero de chaquetilla blanca, y uno de aquellos clásicos de Bustillo sobre el mantel, en la pausa entre las siete de la tarde y las tres de la madrugada. Luego, cerrada la edición, vendrían las copas, los bares nocturnos, los amaneceres buscando un taxi mientras saludabas a los barrenderos que regaban las calles y apartaban el chorro de agua para que no mojara las piernas de la chica que iba contigo. Pero eso ya no tenía nada que ver con Tolstói. 

 

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