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Arturo Pérez-Reverte: Tutee usted a su puta madre

Tutear o no tutear? El gran dilema – Hoteles en San Gil

 

El otro día, en la tele, en un acto oficial de toga y protocolo, escuché a un ministro de Justicia tuteando a los jueces. Vosotros, nosotros, etcétera. Todos compadres, como si los señores magistrados y él hubieran guardado cerdos en la misma cochinera. Todo muy natural, en fin. Muy de ministros y también de jueces que lo consienten, como la vida española misma. Aquí tuteas a un juez en un juzgado y te cae la del pulpo, pero si eres político puedes llamarlo indecente y como mucho te enarcan reprobadores una ceja. Pero lo significativo es que semejante bajunería –me refiero a la del ministro tuteador– no parece sorprender a nadie. Lo que por otra parte no tiene nada de extraño en un país como el nuestro, que ha perdido todo respeto hacia sí mismo, si es que alguna vez lo tuvo. Un país que, entre todos y todas, hemos convertido en esperpento surrealista donde cualquier disparate se asume con pasmosa facilidad.

El tuteo no es un problema, pero sí un síntoma. Nos hemos vuelto una piara de tuteadores sin tasa, y eso dice mucho de nosotros

El que avisa no es traidor, así que aviso: éste es un artículo profundamente reaccionario. Reacciona ante la grosería y la estupidez, y lo hace utilizando palabras gruesas para que se entienda mejor. No está el paisaje para sutilezas. Tampoco nos equivoquemos –y si alguien se equivoca, me importa un carajo–: el tuteo no es un problema, pero sí un síntoma, y por eso viene a cuento. Nos hemos vuelto una piara de tuteadores sin tasa, lo que dice mucho de nosotros. De lo que somos y de a dónde vamos. Un lugar donde a dos venerables octogenarios un camarero o camarera puede preguntar: «¿Qué vais a tomar, chicos?» sin el menor empacho, y donde a un jefe de gobierno los periodistas pueden decirle: «Oye, Fulano» –o Mengano, o Zutano– y éste se para, sonriente, y los atiende. Cuando en Francia, por irnos cerca, si tuteas a un presidente de la República –insisto, de la república– te echan a patadas del Elíseo.

Hasta en el doblaje de películas nos llevamos el tuteo al pasado, con anacronismos que todo cristo se zampa sin rechistar. Hace poco vi una película en cuyos subtítulos Sherlock Holmes y Watson se tuteaban –¡en la Inglaterra victoriana!– como si fueran compadres de taberna. Por no hablar de los operadores, comerciales y demás tocapelotas telefónicos que hablan de tú a bocajarro, o las compañías para las que en vez de señor viajero eres ahora colega cliente, o los bancos que además del robo y el maltrato te obligan a soportar su grosería. Olvidando o ignorando, esa extensa pandilla de soplapollas, que hablar de usted o de tú no se improvisa, que en ambos casos responde a circunstancias perfectamente definidas, y que determinadas fórmulas no son un resabio conservador y desfasado, sino un logro, casi un arte, hecho de educación, sentido común y experiencia. Tratamientos que afinan la convivencia e incluso sirven de arma defensiva ante la vulgaridad; frente a los idiotas que consideran que hablar de usted cuando las circunstancias lo requieren es un hábito clasista. Que en realidad lo es, pero de otra clase: la de la gente educada frente a los gañanes.

Es cierto que tengo una edad en la que algunas cosas chirrían demasiado; pero nací en 1951 y no tengo intención de cambiar las buenas costumbres. En Twitter y por la calle hablo a todo el mundo de usted, mientras vivieron mis suegros usé con ellos el mismo tratamiento, y hace años prohibí a mis editores que me acompañase una responsable de comunicación que trataba de tú hasta a los más ancianos y venerables escritores –Francisco Ayala, José Luis Sampedro–, y cuya ordinariez me avergonzaba. No por eso vivo ajeno a este tiempo. Tutearse es natural, sobre todo entre jóvenes y entre quienes simpatizan o mantienen trato cercano. Lo hago habitualmente, como todo el mundo; pero procuro estar atento a cuándo y con quién alterar la fórmula. No por mantener rancios protocolos que el tiempo, con toda razón, dejó fuera de uso, sino porque no puedes hablar igual a un joven que a un anciano, ni a un compañero de trabajo como a un desconocido o a un respetable lector. La educación, la cortesía, el buenos días, el gracias, el por favor y todo lo demás, o sea, las buenas maneras, siguen siendo útiles porque hacen soportable un mundo que la zafiedad, la desconsideración, convierten en más difícil de lo que por naturaleza ya es. No se trata de hacer como un elegante matrimonio francés amigo mío, que en público siempre se tratan entre ellos de vous, sino de mantener con sensatez fórmulas de respeto que mejoren las relaciones humanas y sitúen las cosas en su sitio. Lo que no es poca cosa, oigan. Miren ustedes alrededor. Sobre todo en los tiempos que corren.

 

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