Gente y Sociedad

Arturo Pérez-Reverte: Un niño valiente

Sentado en mi apostadero habitual de la Plaza Mayor de Madrid, en la terraza del bar Torre del Oro, leo un libro de relatos de Elmore Leonard –El tren de las 3:10 a Yuma– y de vez en cuando levanto la vista para observar el paisaje y el paisanaje. Ha llegado el verano con todo lo suyo, pero a esta hora el sol se encuentra bajo, hay sombra en este ángulo de la plaza y la temperatura es agradable. Estoy rodeado de guiris por todas partes, aunque no faltan los españoles. Vienen y van en densos grupos, detrás de sufridos guías que caminan banderitas en alto, modalidad del asunto que antes no era frecuente en Madrid, donde el turismo era menos masivo; pero que desde hace un par de años se ha vuelto habitual. 

 

Sus ojos adquieren una concentración especial, una seriedad que no estaba en ellos hace un instante. Y con esa mirada baja de la silla

 

Todo eso, lo que observo cuando levanto la cabeza, me lleva a pensar en dos cosas. Una, que lo que está matando a la vieja, culta y hermosa Europa no es la inmigración moruna y morena, sino el turismo masivo, depredador como plaga de langosta, que obliga a este infeliz lugar –convertido en parque temático vacío de contenido– a adaptarse a él. Y lo otro que pienso, o me pregunto, es si de verdad los abuelos sexagenarios, y de ahí para arriba, son tan felices como parecen paseando por el centro de Madrid a las ocho de la tarde en calzoncillos, chanclas, camisetas y leotardos, o como se llame eso, oprimiéndoles el cuerpoescombro. Lo que me lleva, con nostalgia propia de quienes nacimos en los años 50 del siglo pasado –qué solo me dejaste, Javier Marías–, a recordar aquellos honestos vestidos estampados de señora mayor, y aquel pantalón largo, camisa remangada o polo de manga corta que vestían señores de pelo gris a los que podías llamar caballero sin descojonarte de risa. También me hizo gracia, sobre eso, el desconcierto de un amigo que hace unos días, al verme con chaqueta y sombrero panamá, preguntó por qué no iba más cómodo, cuando le respondí: «¿Y por qué diablos debo ir más cómodo?». 

Pero lo que hoy quiero contarles es otra cosa. Estoy sentado, como digo, leyendo mi novela de Elmore Leonard –cuando escriba relatos del Oeste quiero ser tan bueno como ese cabrón–, y cerca, en otra mesa, hay una señora joven con un niño pequeño, de unos cuatro años. La mujer bebe un tinto de verano y el niño juega con un cochecito que hace pasar una y otra vez sobre la mesa mientras come patatas fritas. No les presto atención hasta que un hombre de mediana edad se detiene delante de la mesa y le habla a la mujer. Lo hace en tono poco simpático, recriminándole algo. No alcanzo a oír bien de qué va la cosa, pero ella responde desde su silla, sin levantarse. Lo hace al principio de mala gana y después con aspereza, y al fin creo entender que viven en algún edificio cercano y hay entre ellos un contencioso referido a la escalera. Algo de una bicicleta que araña la pintura de la pared y que ella encadena en la barandilla de un rellano, lo que al parecer no es procedente. En fin, ya saben. Querellas de vecinos.

El hombre, exasperado por la indiferencia con que la mujer responde a sus recriminaciones, sube el tono. Una denuncia, repite. Algo sobre una denuncia. Ella se encoge de hombros, bebe un sorbo de su vaso y hace un gesto despectivo. Eso parece calentar al interlocutor, que alza la voz hasta casi rozar la grosería. Y en ese momento, el niño, que entre las patatas fritas y el cochecito de juguete parecía ajeno a todo, como si no le importara de lo que hablaban su madre y el vecino, levanta al fin la cabeza. Está sentado, colgando las piernas que no tocan el suelo. Es pequeñajo, tirando a rubio. Los ojos que clava en el hombre adquieren de pronto una concentración especial, una seriedad que no estaba en ellos hace un instante. Y con esa mirada, sin apartarla en ningún momento del individuo, se echa hacia delante, baja de la silla y camina con lenta decisión los cuatro o cinco pasos que lo separan de él. Y una vez allí, mirándolo desde abajo, dice desafiante: «¿Por qué le hablas así a mi mamá?».

Hay momentos en la vida, ya saben ustedes. Y este es uno de esos momentos. El hombre mira al renacuajo y cambia su expresión. Después alza la vista, no a la madre, sino hacia mí y al camarero que está junto a mi mesa, observándolo. De pronto parece avergonzado: se trasluce en la sonrisa que nos dedica, semejante a la nuestra. «Tiene pelotillas el crío», parece decir. Alarga una mano para acariciarle la cabeza; pero la expresión del enano, que sigue mirándolo duro e impasible, lo disuade. Mientras la madre llama a su hijo, él da media vuelta y se va. Y a mi lado, mirando al niño, el camarero comenta: «Ojalá nos crezcan muchos como éste».

 

 

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