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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (CIII)

 

A todo esto, ahora que caigo, he olvidado contar cómo iban las cosas en España. Y eso es casi un símbolo de lo que había; o más bien de lo que ya no había, porque lo cierto es que la primera nación en formarse como tal en Europa, la que tuvo al mundo agarrado por las pelotas un par de siglos atrás, en ese final de centuria y comienzo de la siguiente era ya de una patética irrelevancia internacional. No había sido el XIX un siglo simpático para los españoles (los Episodios nacionales de Pérez Galdós lo retratan magistralmente), que empezaron con la invasión napoleónica, siguieron con zozobras políticas, pronunciamientos y revoluciones (república frustrada incluida) y remataron la faena con los desastres de Cuba y Filipinas. La desafortunada guerra con los todavía jóvenes Estados Unidos de América nos había dejado para el arrastre, la destrucción de nuestras escuadras en Santiago de Cuba y Cavite nos arrebataba el título de potencia marítima, y el Tratado de París (firmado en 1898) nos sopló por la cara Cuba, Puerto Rico y Filipinas, últimos restos de un antaño enorme imperio colonial, limitado ahora a una presencia en el norte de África que ni siquiera era tranquila, pues debía ser sostenida a tiro limpio por el ejército, y sobre todo por los desgraciados que de modo forzoso formaban la tropa, con mucho sacrificio y demasiada sangre. Tal era el panorama que, cumplidos al fin dieciséis años (exactamente el 17 de mayo de 1902), el rey Alfonsito XIII fue declarado mayor de edad y se hizo cargo del asunto. Se repartían el pastel, según la añeja costumbre hispana, los dos partidos políticos habituales, únicos que cortaban el bacalao: conservadores de Antonio Maura y liberales (Moret, Canalejas, conde de Romanones) se turnaban en el ejercicio del poder, trincando unos durante una temporada y cediendo luego el trinque a los otros, en un movimiento político pendular perfectamente sincronizado. Pero la realidad, que siempre pasa factura, no dejó de aportar sobresaltos. Anarquistas y revolucionarios de diverso pelaje, que estaban hasta los cojones de todo aquel paripé, practicaban en cuanto tenían ocasión un deporte que se había puesto de moda en Europa: el tiro al blanco contra políticos, reyes y gente de alcurnia (hasta a la emperatriz Sissí se la cargaron en Suiza, y al propio Alfonso XIII casi lo despachan el día de su boda). El ambiente se iba enrareciendo cada vez más, pese al crecimiento demográfico e industrial, o precisamente a causa de él: los campesinos estaban en la miseria, las clases dirigentes iban a lo suyo y el recurso a la violencia se hizo habitual. Los movimientos sociales, reprimidos con dureza por el poder, derivaron hacia el pistolerismo y la inseguridad, la descompuesta vida parlamentaria era una auténtica basura y la sociedad española se desintegraba en grupos intransigentes (religiosos, sociales, regionales) para con el adversario, con cada cual defendiendo sus intereses particulares sin pensar en los generales: monarquía, república, centralismo, federalismo, burguesía, mundo obrero, clericales, anticlericales y veinte etcéteras más. No había quien conciliase semejante pajarraca. Además, el año 1909, gobernando Antonio Maura, iba a ser un año nefasto, con dos desgracias nacionales de categoría: la guerra de Melilla (todavía no la tragedia de Annual, sino otra de antes) trajo el sangriento desastre militar del Barranco del Lobo; y los violentos disturbios de la Semana Trágica de Barcelona, con el posterior fusilamiento del destacado anarquista Ferrer Guardia, emputecieron el ambiente y aumentaron el descrédito internacional de la maltrecha España. De fronteras adentro, el extremismo de represores y reprimidos alcanzaba cotas gravísimas, y las fuerzas antimonárquicas, que apretaban fuerte, eran cada vez más activas. Esa situación de inestabilidad iba a prolongarse hasta la Primera Guerra Mundial e incluso más allá, cuando la influencia de los militares fogueados en África se hizo aún más intensa y acabó en lo que todos sabemos. El caso es que, de momento, aquel putiferio hispano iba a conducir a la sublevación del general Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña (padre del José Antonio del mismo apellido, luego fundador de la Falange): un espadón con relativas buenas intenciones,  que con el beneplácito de Alfonso XIII acabaría ejerciendo en España una dictadura más bien benigna, casi paternalista, de osada modernidad en algunas cosas y de graves metidas de pata en otras, ni carne ni pescado, ni chicha ni limoná, que terminó costándole la corona al rey. Pero de todo eso hablaremos despacio cuando toque. Porque en Europa, mientras tanto, estaban ocurriendo cosas muy interesantes.

 

[Continuará].

 

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