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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (CXIV)

Y llegamos así al fin, señoras y señores, al fascismo: esa palabra de la que tanto se abusa hoy por parte de quienes no tienen ni puta idea de qué fue realmente el fascismo. Un invento, ése, como la propia palabra indica (del latín  que significa haz o manojo, y también insignia consular de la antigua Roma), tan italiano como los bolsos Gucci, los coches Ferrari y las máquinas de escribir Olivetti, que se le ocurrió a un inteligente sinvergüenza, profesor de francés y periodista, llamado Benito Mussolini. Originalmente socialista, con la insatisfacción de las aspiraciones políticas y territoriales italianas al final de la Gran Guerra Mussolini acabó pasándose a un ultranacionalismo exaltado, que presentó tanto como una superación de las viejas ideas liberales como del capitalismo salvaje y el colectivismo bolchevique. Lo paradójico es que este fulano (inicialmente socialista, repito), mosqueado como tantos por la crisis de la postguerra, las huelgas, las ocupaciones de tierras y fábricas y la creciente fuerza de los partidos comunistas europeos, acabó poniéndose de parte de los industriales y propietarios, con un apoyo cada vez mayor de las clases altas y medias italianas. Reclutando en sus filas tanto a intelectuales con buena cabeza como a excombatientes descontentos, a verdadera gentuza criminal y a animales de bellota (cada cual se encargaba de aspectos diferentes del negocio), Mussolini convirtió sus squadre d’azione, o sea, sus grupos de choque paramilitares especializados en palizas y aceite de ricino, en brazo armado de la patronal y el Gobierno para reventar huelgas y actividades izquierdistas (les recomiendo, si no la vieron, la estupenda serie de televisión M dedicada al personaje). Eso le dio una enorme popularidad, reforzada por una personalidad histriónica y mitinera que (luego lo negaron todos, claro) arrebataba a la peña. Las señoras se morían por sus pedazos y él, en todos los sentidos, disfrutaba del carisma. Su idea de un estado fuerte, totalitario, que acabara con las luchas sociales y dirigiese el país con mano firme, triunfó hasta el punto de que en la convulsa Europa de entreguerras, sometida a tensiones de todo tipo, empezó a ser imitada por muchos, aunque el propio Mussolini insistía en que el fascismo italiano no es un producto de exportación. Pero lo cierto es que el invento se exportó de maravilla (Guardia de Hierro en Rumanía, Falange en España, nacionalsocialismo en Alemania y movimientos similares en Bélgica, Noruega, Croacia e Inglaterra). El caso es que hacia 1922 en Italia estaba madura la cosa, y Mussolini y sus camisas negras (las adoptaron como uniforme de combate en memoria de las camisas rojas de Garibaldi) decidieron pasar de la presión callejera a la toma del poder. Apoyado por el papa Pío XI, que estaba mosqueadísimo con la amenaza comunista, el jefe del Partido Nacional Fascista y sus alegres muchachos dieron un espectacular golpe de Estado que disimularon con una concurrida caminata hacia Roma (vean la triste y cómica La marcha sobre Roma, con Ugo Tognazzi y Vittorio Gassman), tras la que el rey Umberto le entregó el gobierno. El resto fue fácil, primero con aparente respeto a la democracia y después con la demolición de cuantas estructuras democráticas quedaban en pie y la liquidación, incluso física, de toda la oposición que se le puso por delante; como en el célebre asesinato en 1924 del político Giacomo Matteotti (había denunciado la dictadura que venía de camino), que tuvo el efecto mágico de acojonar al Parlamento, bien sumiso ya durante lo poco que le quedó de existencia. Un año después, manteniendo en el trono al rey (un calzonazos como para darle de hostias), Mussolini estableció sin disimulo una dictadura, encuadrando a imitación de la Unión Soviética a la juventud, el ejército, la cultura, la vida social, todo lo imaginable, en un Estado dirigido por él, denominado Duce (jefe, conductor, de ahí vino la idea para lo del Führer en Alemania, y para lo de Caudillo en España). En su proyecto de convertir a Italia en una potencia moderna y respetada en el mundo, recurriendo a los antiguos símbolos del Imperio Romano, el Duce abordó una intensa actividad con dos objetivos: en lo exterior, convertir a Italia en dueña política y militar del Mediterráneo; en lo interno, ejecutar una sólida construcción nacional con impresionantes obras públicas (que se conservan espléndidas, y en ellas pone Año tal del Fascio sin ningún complejo) y una potente acción social que afianzara la adhesión popular mediante la propaganda, radio, prensa y cine, grandes desfiles militares y ardientes discursos alentando el entusiasmo de las masas. Y mientras, por debajo de todo eso, la OVRA, su siniestra policía secreta, hacía el trabajo sucio deteniendo a opositores, liquidándolos o deportándolos a islas desiertas y campos de trabajo.

 

[Continuará]. 

 

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