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Arturo Pérez Reverte: Una historia de Europa (CXIX)

 

A diferencia de la guerra de 1914-1918, que nadie vio venir hasta que le reventó a Europa en las narices, la segunda carnicería continental vino poco a poco, dando tiempo a que la esperase todo cristo. Y fue una lástima, porque en algunos lugares estaban ocurriendo cosas interesantes. En Francia, por ejemplo, tras las serias repercusiones económicas de la Gran Depresión norteamericana del 29 (que trajo a Europa mucho paro y muchos disturbios), gobernaba en 1936 un Frente Popular. El arranque fue conflictivo, con huelgas y ocupación de fábricas; pero eso dio paso a que por primera vez hubiera negociaciones que incluían a Estado, patronal y sindicatos, con resultados de una modernidad asombrosa: aumento de salarios, libertad sindical, semana de cuarenta horas y vacaciones pagadas. Esto cambió el panorama social gabacho, dando a las clases trabajadoras acceso a ventajas antes exclusivas de la gente con viruta, y abriendo la puerta a la democratización del ocio y a un turismo popular que décadas después se impondría en toda Europa. Pero hasta que esto ocurriera iba a transcurrir antes una guerra atroz, en plan escabechina general, que andaban incubando unos por activa y otros por pasiva. La Sociedad de Naciones (antecesora de la actual ONU), era una puta piltrafa inoperante y cobarde (también como la ONU), que sólo servía para que los delegados internacionales cobraran dietas. Y Europa, convulsa por toda clase de tensiones, guerra de España incluida, se veía apretada tanto por el nazifascismo, de un lado, como por el comunismo, del otro. Mientras Stalin enredaba cuanto podía, dispuesto a zamparse Finlandia y media Polonia, Hitler a lo bestia y Mussolini llevándole el botijo se lo montaban ante la timorata pasividad de las potencias occidentales, incapaces de dar un puñetazo en la mesa y parar su chulería. Italia invadió Abisinia (miembro de la Sociedad de Naciones) y nadie movió un dedo, así que también se dispuso a invadir Albania. Por su parte, Hitler, que había convertido Alemania en una maquinaria militar impresionante, se aplicó con mucha decisión y habilidad a tantear la reacción de los posibles adversarios (más o menos como hace Putin ahora con Europa), y comprobó que estaban dispuestos a calzarse lo que fuera con tal de no llegar a las manos. O sea, a dejarse dar por delante, por detrás y además pagar la cama; creyendo, los muy gilipollas, que los malos tendrían un límite. Pero esa política de apaciguamiento no valió un carajo, porque los malos (que le habían tomado el pulso a la peña) no tenían límite ninguno. El III Reich buscaba sin disimulo su lebensraum (espacio vital) para unir bajo la esvástica a todos los europeos de origen alemán. Eso traía veneno incluido, pues mucha de esa población vivía en otros países (Austria, Checoslovaquia, Polonia), y el mordisco territorial era imprescindible. Mirando de reojo a Francia e Inglaterra para ver cómo reaccionaban, y comprobando que no se atrevían a pararle los pies, Hitler fue dando paso tras paso. El primero fue el Anschluss o unión con Austria, expresamente prohibido por los tratados de paz tras la Gran Guerra. Pasándose los acuerdos por la entrepierna, en 1938 las tropas alemanas entraron en Viena; y luego, a toro pasado, un referéndum (imaginen en qué condiciones) confirmó el negocio. Y como las democracias occidentales engulleron el leñazo sin apenas rechistar, vino el siguiente paso, exigiendo por la cara la anexión de los Sudetes (región de Checoslovaquia donde vivían tres millones de alemanes). Tampoco ahí le pusieron pegas serias. Hubo una conferencia en Munich a la que además de Italia asistieron Francia (Daladier) y Gran Bretaña (un pringado llamado Chamberlain), a los que Hitler toreó con mucho arte por los dos pitones: juró por su austríaca madre que con aquello se conformaba, le cedieron los Sudetes de una Checoslovaquia abandonada a su suerte (el imbécil Chamberlain tuvo los santos huevos de asegurar en Munich hemos ganado la paz), las tropas alemanas entraron en Praga marcando el paso de la oca en marzo de 1939, y Alemania se apropió de las riquezas tecnológicas, industriales y agrícolas del país invadido. Allí, por supuesto, no acabó la cosa. Austria y Checoslovaquia no eran más que el aperitivo para un Hitler convencido (con toda razón) de que las democracias europeas se tragaban cuanto les metiera por el morro. Así que sólo seis meses después, tras firmar un pacto con Stalin que le aseguraba (de momento) la neutralidad cómplice de la Unión Soviética a cambio de ceder a los ruskis media Polonia y quedarse él con la otra media, ordenó a sus tropas cruzar la frontera polaca. Y a partir de ahí, ya saben. La Segunda Guerra Mundial había empezado, e iba a dejar chiquita a la otra.

 

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