
Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (CXVII)
Y a todo esto, en esa Europa cada vez más hosca y emputecida, que iba de nuevo camino de un desastre y una nueva matanza, también España andaba revuelta en lo suyo. Como ya conté con detalle nuestras peripecias de esta época en las 91 entregas de Una historia de España, recogidas después en un libro (que gracias a ustedes sigue reeditándose desde entonces, y que no decaiga) no me extenderé mucho sobre el asunto. La crisis del viejo régimen, la corrupción, la pérdida de las colonias, las guerras en Marruecos, la temprana muerte de Alfonso XII y las torpezas, indecisiones y borboneos de Alfonso XIII habían convertido en imposible la continuidad de la monarquía. Soplaban vientos nuevos en Europa, y muchos de esos vientos eran de cólera. La desesperación en España era creciente, la miseria y la injusticia exigían soluciones, y el bálsamo de Fierabrás unos lo veían en unos lugares y otros lo veían en otros. El rey se había ido a tomar por saco, estaba proclamada la República (desde 1931) y las cosas cambiaban con rapidez. Los aspectos siniestros de la Unión Soviética todavía eran poco conocidos en Europa, y mucha gente de buena fe creía (o deseaba creer, ciega ante los indicios denunciados por intelectuales lúcidos como el francés André Gide) que por ese camino venía la solución. Otros pensaban que era la firmeza totalitaria de derechas (Mussolini y Hitler) la que alumbraría el camino hacia un futuro mejor. Y así, entre pitos y flautas, todos se empeñaban en aplicar e imponer sus recetas, primero en plan suave y luego, cogiendo carrerilla, más a lo bestia. Los derechistas españoles participaron en un intento (Montreux, 1934) por crear una Internacional Fascista que diese la réplica a la otra, a la socialcomunista; pero no se pusieron de acuerdo, y aparte el sólido eje Alemania-Italia, cada perro se las apañó, de momento, lamiéndose su propio órgano. Las izquierdas hispanas, por su parte, con la palabra democracia por bandera (aunque muchos no creyesen un carajo en ella) estaban mejor coordinadas con sus compadres europeos, algunos tenían lazos estrechos con la Rusia de Stalin, y no es casualidad que casi al mismo tiempo llegasen en 1936 al poder, en forma de Frente Popular, tanto en España (febrero) como en Francia (mayo). Para esa fecha, los españoles estaban divididos (para ser exactos, los habían enfrentado) entre una coalición de derechas y otra de izquierdas; o sea, entre los defensores de la República (socialistas, comunistas, anarquistas y separatistas, incluidos notables intelectuales del momento) y los que pronosticaban la disolución de la unidad de España, la pérdida de los valores tradicionales católicos, el caos territorial y todo eso. El Frente Popular había ganado las elecciones muy por los pelos (sólo 150.000 votos de diferencia), pero en lo que se refiere a escaños en el parlamento tenía 278 frente a 124. Se entró allí en una peligrosa espiral de violencia verbal y física, de amenazas y ajustes de cuentas, con cada cual barriendo para lo suyo y España, o las diferentes Españas, cada vez más enfrentadas entre sí, azuzadas por una clase política infame y una prensa partidista e irresponsable. Tanto la derecha como la izquierda estaban decididas a cargarse la República o a transformarla según su gusto e intereses, y ni siquiera se daba la unidad interna de unos o de otros. A pesar de los avances notables que se consiguieron (estatuto de autonomía de Cataluña, ley del divorcio y matrimonio civil, reforma agraria, ley de garantías constitucionales), la mala fe de unos y otros hizo que poco a poco se fuera sumiendo todo en el caos: intentos golpistas y sublevaciones de derecha (Sanjurjo) y de izquierda (Asturias, Jaca), la deslealtad catalana de Lluís Companys (fusilado después por Franco, aunque lo habrían fusilado igual los comunistas, de haber ganado la guerra), campesinos exigiendo reformas inmediatas mientras ocupaban latifundios, huelgas obreras, incendio de iglesias y conventos, anarcosindicalistas poniendo bombas, asaltando cuarteles y tomando ayuntamientos, ausencia de verdadera autoridad que frenase los desmanes… Aquello era la descojonación de Espronceda. Todo eso contribuyó a polarizar a los españoles y crear un ambiente de conflicto inevitable, con los políticos de uno y otro pelaje hablando descaradamente de la necesidad de un choque violento que pusiera las cosas en orden, o al menos lo que cada cual entendía por eso. Y así, en busca de respaldo, las izquierdas se fueron arrimando a la Unión Soviética mientras las derechas jaleaban al sector más conservador del Ejército como solución por las bravas. De tal modo, con todo cristo afilando las navajas, el cielo se llenó de nubarrones siniestros. La tormenta que se veía venir sobre España, preludio de la de Europa, iba a ser de aquí te espero.