Los primeros nacionalismos europeos serios, en el sentido moderno de la palabra, habían cuajado en el siglo XVI en España, Inglaterra y los Países Bajos; y la prolongada mano de hostias que se dieron Felipe II e Isabel I contribuyó mucho a eso. La unidad religiosa bajo uno y otra (católico el zorro español, anglicana la zorra inglesa, ambos proclamándose elegidos por Dios) contribuyó a la solidez interna de ambos Estados; pero eso fue al precio de mucha sangre, mucha carne asada y mucha mano dura. Por su parte, situada entre unos y otros y con sus propios intereses europeos, en Francia se intentaba lo mismo pero en plan quiero y no puedo, pues allí todavía no estaba resuelta la murga religiosa (católicos contra hugonotes y viceversa) y había graves conflictos relacionados con el asunto. Lo mismo, más o menos, ocurría en todo el continente, y todas esas tensiones tuvieron costes muy altos. Entre nacionalismo y religión (que todavía hoy, parece mentira, siguen destruyendo la concordia entre los seres humanos) aprovechados por gentes fanáticas, estúpidas o perversas, aquel tiempo turbulento no fue cómodo para la razón y la inteligencia, sino todo lo contrario. La más noble (y rara) nacionalidad, ajena a las fronteras y fraguada en el siglo anterior, el del Renacimiento, fue la de los humanistas: la de la cultura y la inteligencia. Una cofradía internacional cuya lingua franca era el latín, pero también el griego y el hebreo, y cuyos principios de fraternidad y respeto al pensamiento ajeno quedaban por encima de fronteras, religiones y nacionalismos. Sin embargo, esa independencia pagó muy altos precios. Lo mismo que el orden social y el político, el mundo intelectual de Europa sufrió horrores, aplastado por las bestias pardas o los canallas sutiles que desde un bando u otro pretendían, como nunca dejan de hacerlo, el monopolio de la Verdad con Mayúscula. En todas partes cocieron habas, naturalmente: Felipe II, el nuestro, prohibió a los estudiantes viajar a universidades extranjeras (a excepción de tres controladas por España o por el papa), para evitar que se contagiasen de doctrinas perniciosas; a Giordano Bruno lo hicieron churrasco por hereje en una plaza pública italiana; al gabacho Pierre Ramus le dieron matarile en la matanza de San Bartolomé; a fray Luis de León lo enchiqueró la Inquisición, y a Michel de Montaigne (mi favorito con Cervantes y Shakespeare, la Santísima Trinidad de las letras en esa época) no le pasó nada porque, escéptico, horaciano y sabio, al oler la chamusquina tuvo la prudencia de retirarse a su torre y, escribiendo sus formidables Ensayos, indagar sobre sí mismo, que eso apenas molestaba a nadie. Y hasta el rey francés Enrique IV (del que hablaremos con más detalle en el próximo episodio), hugonote convertido al catolicismo por razones políticas, que empezó a idear un proyecto de Union Européenne basado en el respeto a la diversidad religiosa, resultó asesinado por un fanático que lo puso de puñaladas hasta las cejas. Y, bueno. Ya que hablamos de religión, intelecto y cultura, no podemos obviar el nacimiento y ascenso de una orden religiosa que, con sus luces y sombras, fue decisiva en el paisaje intelectual europeo. Me refiero a los jesuitas: polémicos soldados de Cristo, fundados por el español Ignacio de Loyola para combatir las ideas heterodoxas, paladines de la Contrarreforma católica, su brillantez, sus métodos educativos, su asombrosa actividad científico-viajera y su búsqueda del poder les abonaron prestigio internacional y también odio mortal, incluso entre sus correligionarios (los dominicos estuvieron entre sus más notorios enemigos). Ellos introdujeron la geografía y las matemáticas en sus escuelas, trabajaron la psicología de los alumnos, reivindicaron la autoridad de la filosofía de Aristóteles frente a Platón (Pimienta de todas las herejías, Platón es peligroso justamente porque al principio no lo es), multiplicaron sus colegios en toda Europa y la América hispano-portuguesa, accedieron a la intimidad de reyes y poderosos, y durante los dos siglos siguientes fueron influyente perejil de todas las salsas (hasta el papa de ahora es jesuita, calculen lo que dio de sí el invento). La nueva orden se puso de moda y se infiltró con mucho garbo en Roma, donde el papa Sixto V, que como Toscana y Venecia esperaba que entre Inglaterra y la cada vez más fuerte Francia le aliviaran la dominación española (Felipe II tenía a Italia férreamente agarrada por el pescuezo), había reorganizado los Estados Pontificios concentrando en sus manos la suma autoridad católica, que ya era hora después de tanto sobresalto. Creando, además, un cuerpo diplomático vaticano que acabaría siendo el más eficaz del mundo; y que ahí donde lo ven, con sus cardenales, nuncios, obispos y tal, cinco siglos y pico después lo sigue siendo.
[Continuará].