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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (LXVIII)

El siglo XVII, que en Europa iba a ser de aquí te espero, empezó suave, con una tregua pacífica (lo de pacífica es relativo, como todo) que se prolongó durante dos décadas hasta pegar el petardazo con la Guerra de los Treinta Años. Aun así, como digo, esa temporadano fue pacífica para todo el mundo. En España, que seguía inquieta por la unidad religiosa y la amenaza turca en el Mediterráneo, trescientos mil moriscos fueron expulsados por Felipe III, hijo del segundo Felipe, en uno de los episodios más desgarradores (y mira que hubo) de la historia de España. En cuanto a la Francia de Enrique IV, aquel hábil hugonote recauchutado en católico, iba para arriba mientras metía mano en Suiza para que los tercios hispanos encontrasen dificultades en recorrer el Camino Español, ruta que unía las posesiones del norte de Italia con el Tirol y Alemania. El concepto de nación estaba de moda, y en cada país, más o menos, se asentaba una moderna conciencia de sí mismo. El nubarrón gordo se veía venir: una guerra entre Francia y España era sólo cuestión de tiempo, ahora que el gran Felipe II había palmado sin poder derrotar a la Inglaterra de Isabel I y se había roto los cuernos cuando, queriendo devolver a la obediencia las provincias holandesas rebeldes, se comió allí arriba una castaña como el sombrero de un picador. Castilla, que corría con casi todos los gastos, estaba exhausta, y España en general, aunque todavía quedaba cuerda para rato, empezaba a ir cuesta abajo en su rodada, como dice el tango. El hombre adecuado para darle matarile acababa de aparecer en Francia, donde un fulano llamado Ravaillac se había cargado a puñaladas a Enrique IV (del que hay una estupenda biografía novelada de Heinrich Mann, hermano del otro Mann). El caso es que Luis XIII, hijo y sucesor del Bearnés, resultó ser un pichafloja de poco fuste (casado con Ana de Austria, por cierto, princesa española); pero tuvo a su lado a un fulano providencial para la patria gabacha. Su consejero, el cardenal Richelieu, era un fulano fuera de serie, el más grande estadista de su tiempo: cabeza increíble, lógica política implacable y mano de hierro (si leen o han leído Los tres mosqueteros me ahorran detalles), y con todo eso y muchas cosas más iba a conducir a Francia al rango de mayor potencia europea. En posesión de una clara visión del mundo de su tiempo, Richelieu supo advertir la oportunidad y se lanzó a ella con cálculo e inteligencia. El chispazo surgió en Bohemia en 1618, con un estallido de violencia contra la política católica de los Ausburgo, primos de los monarcas españoles. A partir de ahí se montó un pifostio de veinte pares de cojones que sacudió Europa durante tres décadas donde se mezclaron guerra, religión, nacionalismo, epidemias, devastación, hambre y todo cuanto podamos imaginar: los jinetes del Apocalipsis, que esta vez fueron más de cuatro, recorriendo Europa a galope tendido (tecleen Callot en Google y verán estampas bonitas). El caso es que, de un modo u otro, todos mojaron pan en aquella sangrienta salsa: Francia y España (la católica Francia aliada sin complejos con los protestantes, porque allí cada cual iba a lo suyo), pero también Austria, Países Bajos, Alemania, Suecia y Dinamarca, amén de tropas italianas, suizas, inglesas y chotos de veinte madres. La mundial, vamos: llovieron chuzos de punta. Y para más recochineo y regocijo general, España, convertida en principal pagador de la fiesta, tuvo que hacer frente a serios problemas interiores: conspiraciones de la nobleza desleal, guerra de secesión del Portugal que había heredado Felipe II de su madre (zafarrancho ganado al fin por los portugueses), y guerra de secesión de Cataluña, terminada por agotamiento cuando los insurrectos catalanes, que se habían puesto bajo la protección de Francia, descubrieron que los franceses eran más hijos de puta que los españoles. El caso es que, entre pitos y flautas, la Paz de Westfalia (1648) y la Paz de los Pirineos (1659) pusieron término a aquel prolongado disparate. Europa entró en un período de equilibro con naciones más o menos definidas en plan moderno y se alcanzó un razonable statu quo entre católicos y protestantes: Suecia se asentó como poderoso estado del norte; la republicana Holanda consolidó su posición mercantil y ultramarina; España, con reyes mediocres como Felipe III y Felipe IV, perdió mucha de su vieja influencia, y Francia, vencedora indiscutible del negocio, quedó a punto de nieve para convertirse en la gran potencia europea que iba a ser durante los dos siguientes siglos. En cuanto a Inglaterra (se van a reír ustedes), a esas alturas ya le habían cortado la cabeza a su rey. Pero eso, que tiene su morbo y su cosita, lo veremos en el próximo capítulo.

[Continuará].

 

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