En el amanecer de un siglo XVIII que iba a dar mucho de sí en los libros de Historia, aquella enorme España de los Austrias, la heredera del ilustre emperador Carlos V y del férreo Felipe II, se había ido por completo al carajo. De oca a oca y tiro porque me toca, cada vez más cuesta abajo, caía al fin en el pozo del tablero: un rey, Carlos II, degenerado, imbécil e incapaz, literalmente una desgracia nacional, manipulado por un jesuita, por una reina extranjera que apenas sabía hablar español y por un cardenal comprado por Francia que en menos de una hora, sentado junto a la cabecera del monarca agonizante, consiguió que éste cambiara su testamento, apartando al que por viejos pactos de familia parecía destinado a ser heredero de la corona y por tanto nuevo rey de España, el archiduque Carlos de Austria (hijo del emperador Leopoldo I), en beneficio de Felipe de Anjou (nieto del francés Luis XIV). Aquello fue un terremoto político que sacudió Europa y lió un carajal de tamaño XL que duró doce años y se acabó llamando Guerra de Sucesión Española, pero que en realidad se combatió en muchos escenarios, por tierra y por mar (por aire todavía no, y disculpen la gilipollez, porque aún no se habían inventado los dirigibles ni los aviones). La primera en jurar en arameo con el enjuague borbónico fue Inglaterra, ya que una Francia y España unidas eran más de lo que podía soportar como enemigo, tanto en sus costas como en las aguas y colonias de América. Le ponía la mosca detrás de la oreja. Así que moviendo alianzas y tropas, dispuestos a hacerse la puñeta unos a otros, en Europa se formaron dos bandos: uno apoyaba al pretendiente austríaco y otro al gabacho (o sea, Habsburgos o Borbones). Entre los primeros estaban Inglaterra, Holanda y algún otro; entre los segundos, un par de príncipes alemanes y el duque de Saboya. Fue entonces (1704) cuando Inglaterra, aprovechándose del caos reinante, se apoderó de Gibraltar (y ahí sigue, sin soltarlo hasta ahora). Al principio las cosas le fueron bien a la alianza pro-austríaca, que le rompió los cuernos a Luis XIV en varias batallas (Oudenarde y Malplaquet, entre otras). Y tenían al abuelo a punto de caramelo para pedir la paz cuando se pasaron de listos enviando tropas a España, para echar de allí al pretendiente don Felipe, que se defendía como gato panza arriba (batallas de Almansa, Brihuega y Villaviciosa). Eso cabreó mucho a su abuelo, que reavivó la guerra, esta vez con mayor fortuna. En Austria había un emperador nuevo, Carlos VI (Leopoldo I había muerto, y también su sucesor, José I), y de éste ingleses y holandeses se fiaban menos que de los antecesores; así que sin contar mucho con él negociaron una paz con Francia que fraguó en el famoso Tratado de Utrecht (1714), por el que el nieto de Luis XIV era aceptado como rey de España y de sus territorios ultramarinos a cambio de renunciar a cualquier derecho de sucesión al trono franchute. Fue así como, con el que a partir de entonces sería llamado Felipe V (el número VI es el que tenemos ahora), en España se instaló para un rato largo la dinastía de la casa de Borbón; que, con vicisitudes varias en los siguientes tres siglos, reina todavía. Para cerrar la boca a los austríacos después de haberles hecho tragarse el sapo se les dio una compensación (seguro que lo adivinan ustedes) a costa de posesiones españolas, que no era ninguna tontería: Bélgica, Cerdeña, Milán y Nápoles. Sicilia la trincó el duque de Saboya, Holanda se quedó con varios establecimientos coloniales e Inglaterra con importantes territorios de América, además de Gibraltar y Menorca. Lo de Utrecht quedó ratificado poco después por la llamada Paz de Rastatt; y aunque Francia se había dejado muchos pelos en la gatera militar y mucha influencia por los suelos, todos quedaron más o menos contentos, felices como perdices o con cara de estarlo. Menos la pobre España, claro, tras haber sufrido la guerra en el mar, en América, en Europa y en su propio territorio (el carajal en Cataluña, que apostó por el archiduque Carlos y le salió el cochino mal capado, fue de órdago), después de que les quemaran los muebles, se les fumaran el tabaco, se pitorrearan en su cara y les diera por saco todo el mundo, los españoles pagaban ahora a su costa, con territorios y prestigio, los gastos de la fiesta ajena. En realidad la única potencia que salía gran vencedora de aquel enorme desparrame era Inglaterra, crecida en el mar, muy arrogante y chula ella, siempre dispuesta a calentar todo conflicto que desestabilizara a Europa, con un imperio colonial cada vez más poderoso y una marina mercante y de guerra que la convertían en dueña cada vez menos discutida de los mares. Ya saben ustedes: Rule Britannia sobre las olas, y todo eso.
[Continuará].