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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (LXXXIII)

La verdad es que de puertas adentro, zonas oscuras aparte, Napoleón no lo hizo mal. Quiso reconciliar a los gabachos y hacer reformas importantes; y éstas le salieron tan bien que la actual Francia debe mucho a ellas. Reforzó la Justicia, planificó un eficaz sistema educativo desde la escuela a la universidad, fomentó la ciencia y la cultura, aseguró las finanzas, perfeccionó el ejército y promulgó en 1804 (cuando dejó de ser primer cónsul para liquidar la república y proclamarse emperador por la cara) un Código Civil, más conocido como Código Napoleónico, que tendría notable influencia en Europa y se aplicó en Italia, reino de Nápoles, Alemania, Polonia y un poquito en la España (Pepe Botella y compañía) que Francia llegó a controlar mientras pudo. En lo exterior también se las arregló bien durante una larga temporada, combinando las victorias militares (todavía hoy lo consideran el mayor genio militar de la historia, reconocido hasta por sus enemigos) con una hábil labor diplomática que incluyó un concordato con el papa de Roma, instaurando la religión católica como la de la mayoría de los franceses. De modo indiscutible, el Petit Cabrón (sus soldados lo llamaban el petit caporal, o sea, el pequeño cabo) se convirtió en el pavo más importante de Europa: su encanto personal resultaba devastador, las señoras goteaban agua de limón cuando lo tenían delante, su popularidad e influencia internacional eran enormes (recomiendo vivamente la mejor biografía del fulano, el Napoleón de Emil Ludwig) y hasta el joven zar Alejandro de Rusia (un chico influenciable al principio, aunque luego se cayó del guindo) se confesaba rendido admirador suyo. Pero, como dicen los griegos, algún agujero debía tener la lenteja: tanta fortuna, tanto éxito y tanto poder, combinados con una insaciable ambición personal, se le subieron al Maquiavelo corso a la cabeza (hay una interesante edición de El Príncipe en Austral anotada por él) y perdió de vista los límites razonables del asunto. Audaz, pragmático y oportunista como era, proclamó su monarquía hereditaria, acabó con la prensa libre y convirtió a la policía en vigilante de la opinión política. Sólo se gobierna a lo militar, con espuelas y botas, llegó a decir. Al papa Pío XI, que lo había coronado emperador, lo puteó cuando se negó a tragar con todo, hasta el punto de convertirlo en su prisionero. Y la chulería con los países vencidos (Rusia, Prusia, Austria fueron derrotadas en batallas memorables) le generó odios prolongados y mortales. Más o menos hacia 1811 el Imperio francés alcanzó su máxima extensión territorial, su cumbre militar y diplomática, y la autoridad de Napoleón se extendía desde Sevilla a Varsovia, desde Nápoles al mar Báltico. Hubo, eso es indiscutible, una Europa antes y una después del fulano Bonaparte; y aquélla, marcada por la impronta del gran hombre, ya nunca sería la misma. Curiosamente, esa poderosa influencia iba a registrarse en dos sentidos. Por una parte, en muchos ciudadanos franceses y extranjeros, sobre todo burgueses e intelectuales, suscitó el afán de imitación, el anhelo de leyes más justas e igualitarias, menos poder de la aristocracia y la iglesia, mayor conocimiento del mundo, más educación y cultura, libertad para viajar y eliminación de fronteras. Por la otra, sin embargo (parte negativa del asunto), la arrogancia del poder militar napoleónico pateó la entrepierna de mucha gente, que vio a los franceses como lo que también eran: extranjeros, invasores y ladrones; o sea, unos hijos de la gran puta. Eso tuvo un efecto colateral importante en aquel siglo XIX con el que Europa desayunaba: el surgir de sentimientos patrióticos concretos que se acabó llamando nacionalismo. Inglaterra, por su historia insular, ya lo tenía; y también España en cierta y diferente medida, a causa de su brillante historia. Pero el enfoque moderno era distinto: una devoción no dirigida al monarca o a la iglesia, ni tampoco a una clase social o política determinada, sino a los ciudadanos, a la tierra natal considerada como patria común y al orgullo de la propia memoria, con lo bueno y lo malo (cuando un sentimiento noble degenera en excesivo) del invento. Y así, aquellas energías positivas que a finales del siglo XVIII despertó la Revolución Francesa acabarían en ciertos casos (Alemania fue buen ejemplo) en tendencias nacionalistas radicales, fanáticas, a menudo excluyentes. Que con el tiempo, igual que había ocurrido antes con el extremismo religioso, traerían nuevas zozobras, sobresaltos y sangre. El yo de los franceses es histórico; el nuestro, de los alemanes, es metafísico, escribió hacia 1808 el filósofo Fichte. Lo que explica muchas de las cosas que entonces pasaban en Europa; y también muchas de las que, lamentablemente, iban a pasar.

[Continuará].

 

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