A todo esto, que ya es hora, se estarán preguntando ustedes qué pasaba con la antigua Germania de Tácito. O sea, con los alemanes, los prusianos y, de paso, con los austríacos. Y lo que pasaba era que la vieja y enorme Austria, su descomunal imperio, era cualquier cosa menos una unidad real, y se mantenía sólo gracias a una vasta estructura de funcionarios, policías, párrocos y militares. Aquello era un sindiós, un desparrame de nacionalidades, grupos étnicos y lenguas. De sus 35 millones de habitantes, sólo la cuarta parte eran alemanes de pata negra; los demás formaban mogollones nacionales diferentes, ya fueran grupos etnolingüísticos a la manera de Eslovaquia o verdaderas naciones históricas como los húngaros, los checos y los polacos. Y a muchos de ellos, el recuerdo de la Revolución Francesa, las ideas románticas y los estallidos nacionales en Europa los tenían calientes. Después de la revolución de 1848, el joven emperador Francisco José (el de Sissí, los valses de Viena, el Danubio azul y todo eso) se había visto obligado a conceder a sus súbditos una Constitución, aunque negándose a considerar el peliagudo asunto de las nacionalidades. Eso encabronó a los húngaros, que se revolvieron como gato panza arriba, así que a Francisco José se le acabó la mano izquierda y quiso recurrir al palo y tentetieso, a la ley y el orden de toda la vida. Pero los tiempos cambiaban que era una barbaridad, y la cada vez más fuerte burguesía austríaca, cuya pujanza económica exigía reformas liberales para sus negocios, le entorpeció el manejo del látigo. Lo de Hungría quiso resolverlo el emperata mediante la reconversión del Estado en Imperio Austro-Húngaro, pero las otras nacionalidades preguntaron qué hay de lo mío: los checos, los eslovacos y los eslavos del sur (que deseaban un estado yugoslavo independiente) dieron por saco cuanto pudieron. Y en fin: entre 1867 y la Primera Guerra Mundial (1914), Austria aguantó como pudo, renqueante y apolillada, evolucionando despacio hacia una democracia con instituciones liberales, parlamento, sufragio universal y esas cosas, cuesta abajo en cuanto a influencia internacional mientras las vecinas Prusia y Alemania, detalle importante, iban para arriba. Del mismo modo que por aquel tiempo se construía la nueva Italia gracias a los patriotas (republicanos incluidos) agrupados en torno a la casa de Saboya, la unidad en tierras alemanas fraguó mediante el impulso de Prusia, y sobre todo de un militar enemigo de la palabra democracia, conservador y autoritario, al que acabaron apodando el canciller de hierro y que se llamó Otto von Bismarck. Los alemanes llevaban toda la vida cada uno por su cuenta, divididos en pequeños estados, y la idea ambiciosa de un segundo Imperio alemán que marcase el paso de la oca le rondaba a Bismarck la cabeza; así que se puso tenazmente a la faena. Facilitó mucho las cosas que, al empezar la segunda mitad del siglo XIX, Prusia (la vieja y dura enemiga del emperador Napoleón I, que aliada con los ingleses lo derrotó en Waterloo) había experimentado un enorme desarrollo económico con sus potentes industrias, sobre todo carbón y acero, y también gracias a una avanzada red ferroviaria tan eficaz y puntual que (si me permiten el pésimo chiste) podríamos calificar de prusiana. El caso es que, para su proyecto nacional, el canciller de hierro necesitaba romperle los cuernos al imperio austríaco, que desde hacía siglos venía siendo chulo indiscutible de Europa Central. Así que, tras preparar la maniobra y cuando se sintió fuerte para ello, Bismarck les montó a los de Viena una importante pajarraca bélica que acabó derrotándolos en la batalla de Sadowa (1866), donde les dio las suyas y las del pulpo, anexionándose luego los ducados de Hanóver y Schleswig-Holstein. Despejado por ahí el camino, el paso siguiente fue trincar por la cara los estados de Sajonia, Turingia y Mecklemburgo, y hacer que los príncipes de allí se zamparan la constitución de una Confederación de Alemania del Norte presidida por el rey de Prusia, Guillermo I Hohenzollern. Y tres años después, para rematar la faena amputándole Alsacia y Lorena a Francia, Bismarck declaró a Napoleón III una guerra, la franco-prusiana, en la que el ejército gabacho, derrotado en la batalla de Sedán, quedó hecho bicarbonato de sosa. De manera que, consumado el proyecto, en enero de 1871 (en Versalles, para más recochineo de una Francia en pleno desastre), Guillermo I fue proclamado emperador alemán. Y, bueno. En esa lengua, Imperio se traduce como Reich: una palabra que (no precisamente para bien de los vecinos ni del mundo) tendría mucho protagonismo en la Europa de los siguientes setenta y cinco años.
[Continuará].