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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (XCVIII)

 

Con la derrota y liquidación política de Napoleón III en la desastrosa guerra franco-prusiana (desastrosa para Francia, se entiende), Alemania, con su férreo canciller Bismarck al mando y con el emperador Guillermo I en segundo plano, se había convertido en la potencia militar absoluta; pero es que, además, poseedora de la mayor siderurgia del continente (los Krupp y compañía, que vendían armamento hasta a los enemigos), incluso le mojaba la oreja a Inglaterra en ciencia, artes y tecnología. La cosa, que iba muy bien, sólo cojeaba en lo político, porque ahí el progreso era escaso. Ocurría en el Reich alemán y prusiano lo que en el resto de Europa a excepción de Rusia (reducida a un asunto de amos reaccionarios y esclavos sumisos): los propietarios, grandes industriales y otros privilegiados, que tenían todas las sartenes por el mango, estaban cada vez más mosqueados con los de abajo. Veían venir el nublado, por supuesto, aunque los tranquilizaba saber a la chusma incapaz todavía de organizarse de una manera eficaz para la violencia revolucionaria; y cuando tales pasos se daban, solía salir el cochino mal capado. El sangriento fracaso de la Comuna en Francia (de eso hablaremos en el próximo capítulo, porque tiene candela), por ejemplo, echaba a muchos para atrás. Dicho en corto, la breva de materializar las aspiraciones de las masas todavía no estaba madura, y ni siquiera las propias masas se aclaraban al respecto. Por esto resulta interesante, sobre este particular, fijarse en la Alemania de Bismarck. Dispuesto a prusianizar por el morro a todo cristo, el canciller boche (para situarnos ideológicamente, señalemos que detestaba con toda su alma el sistema político británico) se dedicó durante sus veinte años de poder indiscutido a torear por los dos pitones a los dirigentes parlamentarios. Incluso a la Iglesia Católica, minoritaria desde la reforma protestante, le puso los pavos a la sombra, o quiso hacerlo, puteándola con el poderoso aparato del estado (Kulturkampf se llamó aquello, ya se iban definiendo deliciosas palabritas del futuro); aunque en eso no tuvo éxito, y un partido católico independiente y disciplinado se mantuvo como fuerza opositora, lo que tuvo su mérito. Todo eso lo hizo Bismarck con bastante desahogo, consciente de tres cosas. Una, que la mayoría de los presuntos opositores del Parlamento no aspiraba a quitarles el poder a él y al káiser, sino sólo a gozar de la suficiente libertad y derechos personales y, naturalmente, trincar lo más posible. El segundo factor manejado por el hábil canciller (que conocía a sus paisanos como si los hubiera parido) fue comprobar que era posible buscarse la vida al margen o por encima de los partidos políticos, manejándolos a favor o en contra según las necesidades de cada momento, y que los electores, almas benditas, podían ser llevados al huerto mediante una propaganda estatal eficaz (experiencia que resultó bien aprendida para un futuro más o menos próximo). Y en tercer lugar, tanto Bismarck como el monarca estaban seguros de contar con el aplauso de la mayoría de la población, lo mismo los de arriba que los de abajo. Y es que al patriota alemán medio, al de toda la vida, se le hacía el ojete agua de limón con el paternalismo feudal del káiser y el Reich. Hay un viejo refrán que sostiene que sarna con gusto no pica, y eso es precisamente lo que pasaba: que a la mayor parte de los alemanes de la época no les picaba en absoluto aquella sarna totalitaria, sino que marcar el paso de la oca los ponía calientes (como luego los pondría con Hitler, estirando un poquito más el brazo). La monarquía era respetadísima, como digo, y sólo el tiempo y la torpe gestión del siguiente káiser, Guillermo II (un idiota redondo, compacto, sin poros), con trágicas consecuencias que desembocaron en la Primera Guerra Mundial, harían derrumbarse tan desaforada veneración. Por lo demás, otro factor destacable era el ejército alemán, tan prestigioso que resultaba casi sagrado: virtudes militares, obediencia, disciplina, suscitaban respeto y entusiasmo, todo buen alemán suspiraba por obtener títulos y condecoraciones, muchos eran capaces de vender a su hija por conseguir un von delante del apellido, había uniformes militares o civiles hasta en la sopa, y el más mísero funcionario de provincias se paseaba orgulloso con sus aires de mando, sus insignias y su gorra. Para visitar el ambiente recomiendo una divertida película alemana, El capitán de Köpenick, que cuenta el caso real de cómo un audaz estafador, por el simple hecho de vestirse con uniforme del ejército, puso un pueblo entero a su disposición, se hizo obedecer por todos y robó la caja del ayuntamiento.

[Continuará].

 

 

 

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