En el último tercio del siglo XIV, los papas regresaron a Roma. Suena raro, pero es que durante sesenta y ocho años, entre 1309 y 1377, los sucesores de Pedro habían ido a instalarse en una ciudad francesa llamada Avignon, o Aviñón. Alemania e Inglaterra andaban en sus cosas, en España seguían escabechándose moros y cristianos, y el reino bizantino resistía como gato panza arriba la presión turca. En ese momento, pese a la prolongada rivalidad con Inglaterra, el reino de Francia era el rien ne va plus del prestigio y la cultura, y sus reyes los más elegantes y pijolines de Occidente. El papa de turno era el arzobispo de Burdeos, que tenía excelentes relaciones con la monarquía de allí. Además, los Estados Pontificios no se bastaban solos para mantener el esfuerzo militar y económico del papado (de los 300.000 florines de oro anuales que ingresaba el papa, sólo la cuarta parte procedían de Italia). Roma era estratégicamente incómoda y desde allí se controlaba mal la vasta estructura de la Iglesia católica, mientras que en Aviñón se estaba más cerca de todo, en especial del flujo de dinero que proporcionaban los conventos, monasterios y obispados repartidos por Europa. Con la llegada de los papas, la ciudad francesa se convirtió en una cosmopolita capital administrativa y financiera con cientos de funcionarios, cardenales, banqueros y embajadores extranjeros. Durante ese período de papas franceses, en la nueva sede pontificia se hizo encaje de bolillos cuidando al mismo tiempo los intereses italianos, el buen rollo con Francia y la relación con el mundo católico en general. Hubo un momento de gran brillantez que el historiador George Holmes calificó de amalgama de poder principesco y autoridad espiritual, con zorros astutos y eficientes como Juan XII y sobre todo con Clemente VI, que fue el más grande de todos ellos: un artista en política internacional y tan grand seigneur que hasta fundó una dinastía, pues años después llegaría al papado Gregorio XI, que era su sobrino (un lindo botón de muestra del nepotismo de los pontífices de aquellos tiempos del cuplé: canónigo a los 11 años y cardenal a los 19). Ese tinglado funcionó durante mucho tiempo, hasta que en Italia empezaron a mosquearse por el descarado chauvinismo de los papas, por tenerlos a ellos tan lejos y a sus recaudadores de impuestos tan cerca. Al final, viendo venir el nublado, Gregorio XI devolvió la sede papal a Roma; pero murió dos años después y se lió la de Dios es Cristo porque, en el cónclave para elegir al nuevo, los cardenales franceses y los italianos se mordían los higadillos. Salió elegido un italiano, pero los otros no lo aceptaron; así que, montando un segundo cónclave por su cuenta, eligieron a un gabacho que hizo de nuevo las maletas para Aviñón. Había ahora dos papas, uno en Italia y otro en Francia. Eso también dividió a los monarcas y príncipes europeos, cada cual barriendo para casa: Inglaterra, Portugal, la Italia central y la del norte apoyaban al papa de Roma, mientras a Castilla y Aragón, Austria, la Italia del sur, Francia, Irlanda y Escocia les caía más simpático el otro. Y cada vez se enredó más la madeja, porque a la muerte del aviñonés se nombró a un sucesor –español, aragonés por más señas, Pedro de Luna– que tampoco aceptaron los otros. Para deshacer el empate, en el año 1409 se nombró a un tercero sobre el que tampoco hubo acuerdo, porque los otros dos dijeron verdes las has segado, colega, éramos pocos y parió la abuela. Europa se vio con tres papas chungos en vez de uno (andaban excomulgándose entre sí como locos) y aquello fue ya la descojonación de Espronceda. Semejante pifostio se llamó Cisma de Occidente y duró cuarenta años, hasta que en 1417 el concilio de Constanza dijo hasta aquí hemos llegado, mandó a los tres papas a hacer puñetas y eligió a uno nuevo, Martín V, para zanjar el asunto. Éste se quedó en Roma, volviendo todo a la normalidad. Y era buen momento porque, en aquel siglo XV que empezaba, Europa iba a conocer los más notables cambios desde la caída del Imperio Romano. Ya en la centuria anterior, tres grandes poetas y humanistas italianos, Dante, Petrarca y Boccaccio, habían devuelto el interés por el mundo clásico griego y latino. En Venecia, un comerciante llamado Marco Polo se había hecho famoso con un libro sobre Asia que era un bestseller mundial. En la ciudad alemana de Maguncia, un impresor llamado Gutenberg estaba a punto de inventar la imprenta moderna de tipos móviles. Y en la próspera Florencia y otras ciudades italianas cuajaba lo que, un siglo más tarde, el escritor, pintor y arquitecto Giorgio Vasari definiría con la hermosa palabra Rinascita: Renacimiento.
[Continuará].