Con poco más de 30 años de edad, Octavio se hizo dueño del mundo. Aquel cabroncete que con tanta habilidad se había quitado de encima a la competencia, criado entre guerras civiles y conspiraciones senatoriales, era muy inteligente y tenía horchata en las venas. Dicho en términos taurinos, sabía torear a Roma por los dos pitones. Y así lo hizo, pese a su juventud. Las formas republicanas se habían ido al carajo tiempo atrás y el senado era una piltrafa corrupta. Le habría sido fácil hacerse proclamar rey, pero era más listo que todo eso. Después de tanto Catilina, tanto Espartaco, tanto César y tanto soponcio, lo que los romanos anhelaban era paz, tranquilidad y trabajo. Y si el precio era la democracia, pues se pagaba y santas pascuas. Roma quería un amo. Así estaban las cosas, y el lince de Octavio lo vio claro. También vio que era necesario guardar las formas: hacer como que no. Así que se fue arrimando al poder absoluto con mucha maña y mucho tiento. Benefició a los legionarios jubilados y creó una burocracia administrativa eficaz que resolvió no pocas papeletas. Al senado se lo metió en el bolsillo con privilegios y enjuagues, transformándolo en un consejo que le era por completo adicto; y en el año 27 antes de Cristo les jugó a todos la de Fumanchú, o sea, hizo una maniobra magistral: de pronto devolvió los poderes al senado (que como digo, comía de su mano), dijo que volvía la República y que él se retiraba a su casa a ver la tele, o lo que se viera entonces. Por supuesto, el senado y Roma entera dijeron que ni se le ocurriera eso, por Dios. Que le daban todos los poderes habidos y por haber, que pidiera por esa boca. Así que a partir de ahí lo tuvo fácil. Ayudaba mucho que era hombre sobrio y cumplidor, trabajador, familiar, más bien soso, de costumbres moderadas y con gran sentido patriótico y del estado. Procuró, sobre todo al principio, comportarse como un ciudadano más, no como un jefe absoluto, aunque lo fuera. Y realmente era un tipo valioso. Su sistema administrativo resultó formidable, construyó ciudades, carreteras y hermosos edificios en la capital (se jactaba de que encontró una Roma de ladrillo y la dejaba de mármol), y comprendiendo que la religión era una manera de atar en corto a la peña, defendió y potenció aquélla, construyendo además uno de los más hermosos lugares de la ciudad: el Panteón o templo de todos los dioses. Como era hombre culto, supongo que había leído lo escrito un siglo antes por Polibio: Si fuera posible un estado que habitaran sólo personas inteligentes, la religión no sería necesaria. Pero la muchedumbre es tornadiza, y alberga pasiones injustas, falta de razón e impulsos violentos. La única solución es contenerla con el miedo a cosas desconocidas. Así que se introdujo él mismo en el concepto. Comprendiendo, perspicaz, que una religión vinculada a lo oficial facilitaba las cosas, se puso a ello, relacionando con gran habilidad el culto a los dioses con el culto al estado. Y claro, de ahí a trasladar ese culto a quien regía el estado, el imperator augustus, sólo mediaba un paso, que dio sin despeinarse. A partir de entonces, Octavio se convirtió en el divino Augusto, cabeza militar, civil y religiosa de un extenso estado multicultural, la Roma eterna, aglutinada bajo su imperium y gobernada con su personal y paterna bondad (Por un dios presente entre nosotros será tenido Augusto, escribió Horacio, que además de gran poeta era un pelota). Inventó así, ese pedazo de artista político, el truco del almendruco: el poder te hace dios. O sea, el culto casi religioso, o sin casi, al líder divinizado, que tanto éxito tendría en la historia, y del que notables ejemplos serían veinte siglos después Stalin y Mao Tsé-Tung, o Zedong, o como se escriba ahora. Con el tiempo, todo eso fue fraguando en instituciones sólidas y en el largo período de prosperidad que (sobresaltos y guerras menores aparte) se acabó llamando pax romana. Una consolidación del imperio, aquélla, a la que contribuyó la política de los emperadores que sucedieron a Augusto, y a la que no fue ajena la extensión de la ciudadanía a provincias lejanas: a quien pagaba impuestos sin rechistar y ponía su lealtad a Roma, a sus dioses e instituciones, por encima de querencias locales. Y además, detalle clave, la nueva identidad, que otorgaba igualdad de derechos sociales, políticos y fiscales, se transmitía de padres a hijos. Muy pocos dejaban de querer eso, de modo que la cada vez mayor población del imperio se fue aglutinando y fundiendo bajo la común etiqueta. Durante los tres y hasta cuatro siglos siguientes, pese a las muchas peripecias, resquebrajamientos y sobresaltos que jalonarían la historia, millones de ciudadanos iban a pronunciar con orgullo la famosa (y bella) frase Civis romanus sum.
[Continuará].