A punto de moverse la bisagra que, al contar los siglos, separa las fechas a. C. y d. C., o sea, antes y después del nacimiento de Cristo, Roma era dueña del mundo entonces conocido. El imperio, establecido de forma sólida bajo Augusto y sus sucesores, gozaba de extraordinaria salud. El asunto consistía ahora en asegurarlo, pues la prosperidad romana atraía, como moscas a un panal de miel (y tal vez les suene a ustedes el asunto), tanto a inmigrantes pacíficos como a invasores violentos. Para más seguridad, Augusto quería llevar las fronteras (el limes, bonita palabra) del Rhin hasta el Elba, y sus sucesores siguieron dale que te pego: pacificada la Galia, establecieron provincias en las actuales Baviera, Suiza, Austria y Eslovenia. Después ocuparon el Danubio medio y reanudaron campañas contra los germanos, amenaza norteña a los que el historiador Tácito (No es misión de los dioses procurar nuestra seguridad, sino nuestro castigo) menciona como heer-mann, hombres de guerra: o sea, una panda de cabrones. Sin embargo, el avance hacia el Elba se paralizó cuando el jefe querusco Arminio (ciudadano romano, por cierto, que había mandado tropas auxiliares en las guerras de Panonia) se pasó por la piedra a tres legiones romanas, de las que no dejó ni los rabos, en el bosque de Teotoburgo. Aun así, percances aparte, Roma consolidó sus fronteras repartiendo leña o pactando con los pueblos bárbaros vecinos, de un modo que Apiano describió con buen pulso: Han situado alrededor del imperio grandes campamentos militares que custodian una extensión tan enorme de tierra y mar como si de una plaza fuerte se tratara. Para ese despliegue no había, naturalmente, suficientes romanos de pata negra, pues buena parte de ellos prefería dedicarse a otras cosas en vez de estar todo el día con el escudo y la lanza, vigilando que el bárbaro de turno no se colase por el Rhin, el Danubio o el Sáhara. Que le grite el centurión a su puto padre, decían. Así empezó algo que con el tiempo daría problemas, pero que entonces era buena solución: cada vez hubo más soldados de la periferia, incluso bárbaros reclutados en las fronteras mismas, que legionarios de origen italiano. Y lo mismo ocurría con los oficios duros o bajos, que se dejaban a los inmigrantes: tendencia habitual en todos los imperios que en el mundo han sido, y que según el historiador y filósofo Carlo Cipolla (apellido que tiene rima), siempre acaban contribuyendo a su decadencia (me parece que lo escribió él, aunque no me acuerdo bien). Pero hasta los tiempos oscuros de bárbaros y todo a tomar por saco faltaban todavía unos siglos; y la Roma de aquel momento, la de Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón y otros emperadores cuyas vidas contó Suetonio en sus Doce césares, era el non plus ultra de dinero y poderío. De robar al mundo, los romanos pasaban a ser productores, importadores y exportadores del mundo. Todos querían pertenecer al imperio o comerciar con él, y la viruta entraba a chorros. Eso dio pie a un auge científico y cultural de larga duración y enormes consecuencias, comparable al de Atenas en los buenos tiempos del cuplé. Un poeta genial llamado Virgilio compuso la única obra épica a la altura de la Ilíada y la Odisea, que es la Eneida; donde figuran, por cierto, dos de mis frases favoritas de la literatura universal: Nox atra cava circunvolat umbra (la oscura noche nos envuelve con su cóncava sombra) y Una salus victis nullam sperare salutem (la única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna). Pero no sólo Virgilio, claro. Horacio fue otro poeta latino enorme (Qué campo no atestigua / fecundado con sangre romana / nuestro furor), como lo fueron Ovidio (¿Quién, sino un soldado o un amante / arrostrará los fríos de la noche?) y el viciosillo Catulo (Por ti las vírgenes sueltan / el ceñidor del seno); y más tarde, Marcial, que fue quien mejor retrató la Roma cotidiana, los cotilleos y las desvergüenzas públicas y privadas (Cada vez que me pillas con un muchacho, esposa mía / me censuras y dices que tú también tienes un culo). Añadamos la intensa vida social, los espectáculos públicos y el teatro, donde autores como Plauto y Terencio llenaban las gradas, y el peso cultural de historiadores como los antes mencionados y el gran Tito Livio (Ab urbe condita); y también de pensadores y filósofos como el emperador Marco Aurelio, cuyas Meditaciones son un libro clave en la cultura occidental, o el estoico e influyente Séneca (nacido en Hispania, por cierto), preceptor del emperador Nerón y autor, entre otras muchas cosas, de unas Cartas a Lucilio que se cuentan entre las grandes obras de la filosofía y la literatura universal. No es bondad ser mejor que los peores, escribió el tío. Y también: Ocio sin letras es muerte y sepultura en vida. Así que, oigan. Pues eso.
[Continuará].