Fue tan rápida la expansión del Islam, tan asombroso el reguero de conversiones y entusiasmo suscitado por la doctrina de Mahoma, que sólo puede explicarse con la certeza de que la peña estaba hasta los mismísimos huevos de los monarcas y religiones que los habían gobernado hasta la fecha. No puede explicarse de otra forma que, con el posterior descubrimiento de América y poco más, la expansión musulmana del siglo VII fuese uno de los hechos más trascendentales en la historia del Mediterráneo, de Europa y del mundo. En sólo setenta años llegó de las costas de China al océano Atlántico, pasándose por el filo del alfanje al imperio persa, parte del bizantino, Siria, Egipto, el norte de África y la Hispania visigoda. Y eso lo consiguió, a pulso y por la cara, un pueblo de árabes nómadas analfabetos y muertos de hambre pero con una idea fija: Alá ilah-lah, ua Muhamad rasul Alá. O sea, y dicho en cristiano: No hay otro dios que Dios y Mahoma es su profeta. Partiendo de esa idea básica, fanatizados y con ganas de comerse el mundo, los mahometanos emprendieron la Yihad o guerra santa, que se basaba en tres o cuatro ideas más elementales que el mecanismo de unas maracas del Caribe, aunque precisamente por eso, muy eficaces: los infieles debían convertirse o morir, el guerrero musulmán que palmaba en combate iba derecho al Paraíso, a ponerse hasta las trancas de dátiles y señoras guapas, etcétera. El éxito fue espectacular y la conquista imparable, y hacia el primer tercio del siglo VIII, más o menos, tres cuartas partes de las orillas del viejo Mare Nostrum (disculpen el chiste malo pero inevitable) ya no eran nostrum, sino suyum. Y se habrían zampado también la otra cuarta parte, sin despeinarse el turbante, de no haberse interpuesto dos percances serios. Uno fue Constantinopla, la capital de Bizancio, que resistió como gato panza arriba, deteniendo así el avance musulmán por Oriente. El otro percance tuvo lugar al otro extremo, en la actual Francia, cuando tras pasar los Pirineos los invasores islámicos fueron derrotados por Carlos Martel (un destacado noble y guerrero del reino franco) en la batalla de Poitiers, el año 732. Aquello estableció las fronteras entre el mundo cristiano y el musulmán, y situó a Europa en la verdadera Edad Media. Eso tuvo aspectos negativos y positivos, claro. Porque si es cierto que el Islam se adueñó del Mediterráneo, cuna del mundo grecolatino y luego cristiano, desplazando éste a la orilla norte, el viejo mar se convirtió también en lugar mestizo, escenario de sucesos bélicos, económicos y culturales que con el tiempo enriquecieron a ambas civilizaciones. Los nuevos amos se pasaron por el forro del asunto el derecho romano y las lenguas griega y latina, sustituyéndolos por la lengua árabe y la ley islámica, o sea, la religión pura y dura como norma social. Las mujeres quedaron sometidas y con el correspondiente velo (y ahí siguen ellas, catorce siglos después) y toda disidencia religiosa era castigada con la muerte. Pero también hubo aspectos muy positivos. Como señala el historiador Henri Pirenne, los pueblos vencidos estaban más civilizados que sus vencedores (había ocurrido lo mismo con los bárbaros y el imperio romano), y a éstos les vino eso de perlas, porque las influencias culturales persa, egipcia, siria y grecolatina enriquecieron la civilización árabe-musulmana, refinándola y dándole el calado que no tenía: arquitectura, pensamiento, ciencia, industria, comercio, se beneficiaron del mestizaje. Hay historiadores que, como el propio Pirenne, niegan una excesiva influencia del Islam en Europa, asegurando que ésta le debe poco; pero es que Pirenne era francés, y no nació junto a la mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada o la Aljafería de Zaragoza. Y, bueno. Lo que importa señalar es que ese desplazamiento del mundo cristiano hacia el centro y norte europeos dejó para varios siglos casi todo el Mediterráneo en manos islámicas; pero también contribuyó, por eso mismo, a que los reinos cristianos, aislados del resto del mundo, cuajaran en una personalidad orientada más allá del Rhin y hacia el mar del Norte, rebasando el antiguo limes, las fronteras del desaparecido imperio romano. Empezó así a formarse, aunque todavía en pañales, una nueva Europa cuya civilización (la que hoy todavía llamamos civilización occidental) llegaría a ser la más influyente del mundo. Todo eso iba a moverse en el siglo VIII en torno a un reino, el de los francos, donde el vencedor de Poitiers, ese Carlos Martel que en el año 732 dio a los musulmanes las suyas y las del pulpo, se había convertido en amo del cotarro. Y su nieto, llamado Carlomagno (introduzcan aquí sonar de trompetas medievales y galope de caballos), iba a dar mucho de qué hablar en el futuro.
[Continuará].