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Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (XXXVIII)

[En el capítulo anterior…] De ese modo, los guerreros de Francia y España (esta última ya con dos siglos de acuchillarse con la morisma local, lo que no era mala escuela) se convirtieron en los mejores del mundo de entonces. Volviendo al historiador Pirenne, que (pese a ser belga y estar hoy un poquito superado) lo resumió bastante bien: Violentos, toscos, supersticiosos pero excelentes soldados, esos caballeros practicaban comúnmente la perfidia, pero jamás faltaban a la palabra dada. Y, bueno. Así fue. Mientras tanto, en torno a ellos, con sus virtudes y defectos, fraguaba despacio la futura Europa.


Una historia de Europa (XXXVIII)

Lo definió por escrito el clérigo Adalberón a finales del siglo X, en plena alta Edad Media: La ciudad de Dios es triple; unos rezan, otros combaten y otros trabajan. Y ahí se resume el asunto. Estructurada así la población europea, iba a mantenerse de ese modo mientras, poco a poco, los descendientes de los antiguos bárbaros (lombardos, francos, visigodos, normandos, etcétera) se convertían en futuros italianos, franceses, alemanes, ingleses y españoles. Los intentos de consolidar un imperio extenso según la idea del abuelo Carlomagno se habían ido al carajo y todo estaba fragmentado, pero la idea seguía viva. Unos reyes alemanes llamados Otón (uno apodado el grande y otro el breve, pues murió jovencito) quisieron reanimar el Sacro Imperio, esta vez llamándolo Germánico, haciéndose coronar por los papas de turno; pero les salió el cochino mal capado y la cosa no fue más allá. Los papas, sin embargo, pese a dimes, diretes y reveses de la fortuna, estaban que se salían del mapa, porque la debilidad y sobresaltos del poder político en los diversos reinos reforzaban la autoridad de los obispos locales, que acabaron cediendo su poder a Roma. Se convirtió así el Sumo Pontífice en una especie de don Corleone europeo, padrino y máxima autoridad en un momento crucial por varias razones. De un lado, a partir de 1013 los normandos pusieron el ojo en las islas británicas, que acabarían conquistando tras dar a los anglosajones y su rey Harold la del pulpo en la famosa batalla de Hastings (1066). Por otra parte, espachurrada la herencia carolingia, un fulano muy listo llamado Hugo Capeto accedió al trono de Francia e instauró una dinastía duradera, bajo el principio de que los reyes ya no pretendían ser emperadores de la cristiandad, sino simples gobernantes de su reino. Y en la belicosa España, los pequeños núcleos cristianos de resistencia a la invasión musulmana se convertían poco a poco en reinos poderosos, ganando terreno a la morisma. Sin embargo, el gran acontecimiento político y cultural europeo, iniciado en el siglo X pero que hizo sentir sus efectos en el XI, fue la aparición de los monjes negros de la abadía de Cluny, en Francia. La orden cluniacense, que llegó a tener 2.000 monasterios en Europa, resultó decisiva para la cristiandad: reformó a los monjes benedictinos, dejó en segundo plano el trabajo manual y potenció la oración, la creación de escuelas, la copia de libros, la arquitectura, la ciencia y el pensamiento intelectual (la idea era menos labora y más reza y piensa, chaval, que a Dios también se llega con la inteligencia). Pero la guinda del pastel, el detalle que convirtió Cluny en herramienta utilísima para los papas, fue que, como decía su documento fundacional (No estarán sometidos al yugo de ningún poder terrenal, o sea, son intocables), los monjes negros sólo rendían cuentas al pontífice. Dicho en corto, que el hombre consagrado a Dios, monje o sacerdote, sólo podía pertenecer a la Iglesia y no estaba sujeto a reyes ni príncipes. Tampoco convenía que se viera lastrado por una familia, así que su matrimonio (hasta entonces más o menos tolerado en ciertos lugares) quedaba prohibido. De este modo, a la casta caballeresca de la antigua nobleza acabó oponiéndose la casta eclesiástica. Con un detalle importantísimo que atrajo a los mejores cerebros de la época: la gente de clase baja, siervos y campesinos, no podía entrar en la casta militar; sin embargo, para la eclesiástica bastaban la tonsura y aprender latín. Convertida en árbitro de la vida espiritual e intelectual, intermediaria entre lo divino y lo humano, la Iglesia consiguió así inmensa riqueza en tierras, limosnas, privilegios e influencia, hasta el punto de que se hizo costumbre que las grandes familias destinaran a los segundones, hijos no herederos, a la carrera eclesiástica, a fin de estar en misa y repicando. Y no es casual que en esta época empezaran a abundar los llamados espejos de príncipes: una literatura con antecedentes griegos y latinos (Isócrates y Marco Aurelio), ahora escrita por autores eclesiásticos, destinada a establecer las virtudes de los buenos gobernantes. A partir de ahí es la Iglesia quien arbitra, aprueba o rechaza, dando a los monarcas que son amiguetes suyos un respaldo espiritual que garantice la lealtad de los súbditos, e incluso atribuyéndoles poderes taumatúrgicos (según el historiador Marc Bloch, los reyes de Francia e Inglaterra pasaban incluso por curar ciertas enfermedades con el contacto de sus manos). Ese apoyo contribuyó a eliminar los residuos feudales y crear monarquías fuertes; pero es verdad que la Iglesia supo cobrárselo bien, mostrándose implacable cuando no le abonaban la factura. En los siguientes capítulos veremos cómo eran esos pulsos y quién los ganaba.

 

[Continuará].

 

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