CulturaLibrosLiteratura y Lengua

Arturo Pérez-Reverte:Un joven con un libro

Biografia de Jorge Manrique

JORGE MANRIQUE

 

Hay libros que nos dicen de dónde venimos, aunque no los abramos desde hace siglos. Entre ellos están las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Y conviene recordarlas de vez en cuando porque tal vez –con permiso de Quevedo, Bécquer, Miguel Hernández y Machado– sean de los mejores versos escritos en lengua española. No sólo por lo que dicen, sino porque, como los buenos aceros, cortan igual hoy que hace quinientos años. No sé si todavía se leen en las escuelas, y prefiero no saberlo; pero los chicos de mi generación los sabíamos de memoria. La genialidad de Jorge Manrique no fue inventar un lamento, pues elegías había muchas en el siglo XV. Lo absoluto es que convirtió la muerte de su padre en lección moral conectada con lo mejor de la tradición clásica. Mientras otros lloraban a sus muertos con artificios retóricos, él supo mirar al mismo tiempo a Roma y a la fe cristiana –que era la de su época– con una elegante, tranquila y asombrosa transparencia.

 

Jorge Manrique dio versos a su padre, eternizándolo en nuestra memoria, y el padre del Doncel de Sigüenza dio un libro a su hijo

 

Don Rodrigo Manrique aparece en las Coplas como ejemplo del buen morir. No se trata sólo de un caballero de frontera que ganó batallas contra moros y castellanos enemigos, y de alguien metido a fondo en las guerras civiles de su tiempo. Tampoco es sólo el maestre de Santiago, ni el noble poderoso. Es el hombre que sabe morir. Que encara el trance como encaró la existencia: con los ojos abiertos, la cabeza alta y los sentidos claros. Rodeado de los suyos, sereno, como si el último enemigo fuera el que había estado esperando toda su vida. Y eso, para el hijo que lo narra, es la verdadera victoria. Ahí se filtra Séneca con estoicismo de viejo legionario jubilado: quien aprendió a morir no es esclavo de nada. 

Pero no basta con terminar bien, señala el hijo poeta. Hay que dejar memoria adecuada a la vida que se vivió. En eso entra más legado romano: la fama. La vida de los muertos está en la memoria de los vivos. Jorge Manrique, idealizando a su padre, lo convirtió en un monumento de versos limpios, duros como pedernal, sin adornos superfluos. Porque en Castilla el medro y la gloria se ganaban con la espada, pero la eternidad la otorgaba la palabra. Tal es su grandeza, mezcla de estoicismo romano, cristianismo medieval y laconismo sin rodeos: Dio el alma a quien se la dio. Vida como río que acaba en la mar. Muerte que iguala a reyes y mendigos. Virtud que vence al tiempo. 

En eso pensaba hoy, hojeando uno de mis viejos libros escolares donde aparece una figura de la época de Jorge Manrique, el monumento funerario de un soldado. Y me dije, al contemplarlo más de medio siglo después de haberlo leído y estudiado en clase, que hay imágenes que resumen un país entero. Ésta se encuentra en la catedral de Sigüenza y es la de un joven caballero reclinado, la espada cerca, leyendo un libro que nadie ha podido identificar. Es el Doncel de Sigüenza, que lleva quinientos años desafiándonos a averiguar qué texto sostiene entre las manos.

Quizá un salterio, aventuran los prudentes. O un libro de horas. Pero deseo creer que el muchacho de piedra lee las Coplas por la muerte de su padre. Sería un detalle perfecto, porque Jorge Manrique levantó con ellas un monumento más perenne que el bronce, más sólido que un sepulcro. Versos escuetos e implacables que no envejecen porque dicen la verdad sin adornos: la vida es breve, la muerte iguala, la virtud y la memoria son las únicas formas de vencer al tiempo. Ese fue el tributo a don Rodrigo, su padre. Años después, en una Castilla de polvo y frontera, otro padre –don Fernando Vázquez de Arce– encargaría un monumento distinto para su hijo muerto en la guerra de Granada: el Doncel. Pero no lo hizo esculpir yacente, ni rezando como era costumbre, sino leyendo. Leyendo cual si en ese libro abierto estuviera la última verdad: que la gloria terrenal caduca y sólo la palabra permanece.

Así fue cómo la tradición pudo hacerse piedra. Jorge Manrique dio versos a su padre, eternizándolo en la memoria, y el padre del Doncel dio un libro a su hijo, eternizándolo en mármol. Dos gestos unidos en la certeza de que el buen morir justifica la vida de un ser humano. Tal vez, como digo, en su lectura eterna el Doncel no lea otra cosa que esas Coplas, y por eso la imagen me conmueve tanto. Parece que dos destinos se entrelacen: el del poeta soldado que escribió con tinta lo que la muerte no podía arrebatar, y el del joven caballero que lee, en su tumba, las palabras que lo acompañarán para siempre. Diálogo secreto entre piedra y papel, entre memoria escrita y memoria esculpida. Entre un hijo que llora a su padre y un padre que coloca un libro en las manos de su hijo muerto.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba