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Así vivió Trump la noche de su derrota más amarga

Rodeado de su familia y sus más estrechos colaboradores, el presidente se dejó engañar y pensó que era invencible

Fue un momento de franqueza poco común en esta larga campaña electoral. La suerte estaba echada. Era la una de la tarde del martes, día de las elecciones. Cien millones de personas habían votado por adelantado. Decenas de millones más lo estaban haciendo aquella jornada. El presidente Donald Trump, agotado tras dos días en que se hizo 10.000 kilómetros para dar diez mítines, fue a visitar la sede central de su campaña cerca de Washington, acompañado de su círculo más cercano de asesores. Se acercó a saludar a la prensa, con voz ronca, y le preguntaron los periodistas si tenía escrito un discurso de derrota, en caso de que perdiera, como vaticinaban las encuestas. «No he pensado en discursos de derrota, ni de victoria, espero sólo hacer uno de ambos. Ganar es fácil, perder no es fácil, no, para mí no lo es», admitió el presidente.

En ese preciso instante parece que Trump se dio cuenta de que estaba dejando ver cierta vulnerabilidad, algo insólito en un presidente que valora más que nada el vigor y la fuerza, y cambió de tercio, proclamando que sus mítines eran los más multitudinarios de la historia no sólo de América, sino del mundo entero.

Lo cierto es que por aquel entonces Trump ya sospechaba que podía perder. Las encuestas, que al final no estaban tan equivocadas, se lo habían recordado a diario. No sólo las de voto directo, sino las de los estados decisivos, como Wisconsin, Míchigan o Pensilvania. En varios momentos, según ha dicho más de un asesor y empleado de su campaña, expresó preocupación en público: «¿Qué, entonces todas las encuestas se equivocan?».

Por si acaso, ya dejó una puerta entreabierta en el tramo final de la campaña, guardándose un guión a seguir en caso de que pasara lo que al final ha pasado: el fraude. Los demócratas, en especial Biden, llevaban meses animando al voto por adelantado y por correo, que se cuenta por lo general el último. Trump optó por fomentar el voto en persona, para poder tener un resultado contundente la noche electoral que le permitiera proclamarse ganador sin esperar al recuento final. En agosto ya dijo: «El fraude que nos va a caer encima va a ser una vergüenza para nuestro país».

A pesar de todo, con todo en contra, Trump siguió adelante. La pandemia había sido un golpe demoledor: más de 200.000 muertos y el paro en un alarmante 7%. Pero a sus 74 años, aún recuperándose del coronavirus, el presidente peleó como un chaval: dio 45 mítines solo en octubre. Confiaba en callarle la boca a todo el mundo -a las casas de encuestas, a los medios de comunicación, a sus críticos- como hizo en 2016, y ganar contra todo pronóstico. Trump sabía que perder era una posibilidad, pero estaba convencido de que su fuerza de voluntad le brindaría de nuevo la presidencia.

De la euforia a la ira

Así llegó Trump al día de las elecciones, cansado, algo cabizbajo, aparentemente preocupado. Tras darle las gracias a los empleados y voluntarios de la campaña, regresó a la Casa Blanca, y esperó a que cerraran las urnas. Primero estuvo descansando con la familia en la residencia, en los pisos altos. Después se trasladó a la Sala de Mapas, en la planta baja, donde se le sumaron algunos asesores y estrategas para seguir los resultados en televisión. Tras el cierre de las primeras urnas, el ambiente, según quienes estuvieron dentro, fue eufórico. Los primeros resultados que llegaban desde los estados clave, Ohio y sobre todo Florida, eran impresionantes. Desde 1992, ambos habían votado siempre, siempre al ganador. Era como en 2016. Trump apenas podía contener su euforia. Y de repente, un golpe durísimo de una mano amiga. A las 23.20 Fox News, cadena favorita del presidente, le dio Arizona a Biden, con solo el 73% escrutado. ¿Qué traición era aquella? ¡Nunca en más de un siglo había ganado las elecciones un republicano sin llevarse Arizona!

Desde ese momento, todo fue cuesta abajo. Trump exigió, iracundo, que llamaran «a Rupert o a quien sea» para que cambiara aquello. Rupert es Murdoch, el director ejecutivo de la Fox. Los hijos de Trump se pusieron manos a la obra, sin éxito. Tras ese torbellino de llamadas, más datos preocupantes: los resultados eran demasiado ajustados en Nevada, Wisconsin, Míchigan, Pensilvania y hasta en el feudo republicano de Georgia. ¡Y ni siquiera se había contado el voto por correo, que es el que habían movilizado los demócratas! Trump cayó en un estupor. Nervioso, perdió la iniciativa.

A las 0.40 de la madrugada del miércoles, Biden compareció y dijo que el resultado se demoraría y que confiaba en ganar. Eso marcó el tono de la noche y las siguientes jornadas. Al filo de la 1.00, Trump publicó en Twitter que los demócratas intentaban robarle la victoria con fraude, pero la red social le censuró ese y otros mensajes. A las 2.00 apareció en la Casa Blanca, ante un reducido número de partidarios, para proclamar su victoria, pero no tuvo efecto alguno.

Al día siguiente, al despertar, Trump estaba todavía más enfadado con sus asesores y estrategas, por cómo habían diseñado la campaña y porque no veía a nadie de peso defendiéndole en las cadenas de televisión. Entonces acudió, como suele hacer cuando se levanta, a Twitter. A las 9.02, dijo en esa red social: «¡Dejad de contar votos!». Un asesor le llamó con malas noticias. Si en aquel momento se dejaban de contar los votosBiden ganaba porque iba por delante en Wisconsin, Míchigan, Arizona y Nevada. Trump pidió detalles. Y rectificó. En una hora el lema había cambiado: «¡Detened el fraude!». Aquellas denuncias, censuradas por Twitter una tras otra, no tuvieron las consecuencias deseadas. Un tuit de Trump ya no paraba el mundo.

 

 

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