Astromelias para Marilyn
Ésta es la historia de dos enamorados que protagonizaron un breve cuento de hadas, y al final no fueron felices ni comieron perdices.
Él fue uno de los beisbolistas más grandes de la historia. Ganó nueve series mundiales, impuso el récord de hits consecutivos, obtuvo diez títulos individuales por su talento sin par y fue seleccionado en trece ocasiones para el Juego de las Estrellas.
Ella fue una de las divas más impactantes del cine. Cautivó a poderosos y a intelectuales, sedujo a millares de seres anónimos, inspiró canciones y poemas, atrajo a una legión de biógrafos.
Él se llamaba Joe DiMaggio; ella, Marilyn Monroe. Ambos empezaron desde la infancia a ser lo que serían. Él, criado entre pescadores, golpeaba pelotas en la playa con el remo de su padre; ella, criada entre seres estropeados, se familiarizaba con el drama cinematográfico a través de los abusos que sufría en su casa.
La diosa de cristal y el héroe tosco sólo tenían en común una fama monstruosa. Él era tan notable que Hemingway lo citó en su novela El viejo y el mar; ella era tan irresistible que John F. Kennedy la invitaba a sus fiestas de cumpleaños.
Si Joe y Marilyn se hubiesen topado cara a cara en un supermercado cuando ambos eran anónimos, ni siquiera se habrían inmutado. Esta no es la historia de dos seres que al encontrarse por casualidad se sienten atraídos, sino la de dos criaturas solitarias usadas como marionetas por la Señora Fama.
Sólo la Señora Fama puede allanar ese largo trecho que hay entre los estudios de Hollywood y los camerinos de béisbol.
La desalmada industria del espectáculo necesita, cada tanto, un amor imposible para complacer a la platea. Joe y Marilyn fueron simples protagonistas de un melodrama que ya estaba escrito. Se atrajeron sin necesidad de juntarse, desde lejos, a través de sus respectivas iconografías, porque en el mundo al cual pertenecían los amantes no se conocen: se reconocen.
El romance fue turbulento de principio a fin. Al héroe rudo le ofendía que su mujer fuera insumisa; a la diva de cristal le incomodaba que su marido fuera celoso. Además estaban aquellos paparazzi carroñeros que los asediaban en forma permanente.
Se separaron a los nueve meses de haberse casado. Él quedó tan afectado que jamás volvió a enamorarse, y para colmo de males debió convivir con el hecho de que le preguntaran por ella todo el tiempo. Ella protagonizó otros amoríos tristes antes de suicidarse a punta de barbitúricos. Sus amigos decían que, a su manera, había amado a aquel hombre tosco con el que nunca pudo entenderse.
La diva que vivió asediada por fanáticos murió sola. Entonces su tumba se mantenía frecuentada por turistas siempre distintos. Sólo había un visitante asiduo, un hombre elegante que no estaba allí de paseo sino entregando su alma en cada ramo de flores: Joe DiMaggio. Sus biógrafos dicen que mientras gozó de buena salud le llevó astromelias a Marilyn hasta tres veces por semana.
DiMaggio nos regaló para siempre una lección generosa: podemos aceptar con dignidad que un amor sea imposible, y luego honrarlo hasta la muerte como algo sublime.