El 14 de octubre de 1806, Hegel vio «el alma del mundo a caballo» en Jena justo cuando ponía el punto final de su obra más oscura, la ‘Fenomenología del Espíritu’. El jinete del caballo blanco, «vestido de ropa teñida en sangre», era Napoleón que venía de destruir al ejército prusiano en la doble batalla de Jena y Auerstedt. Son numerosos los escritos que describen el vértigo que sintió el filósofo cuando la historia se acelera y parece escapar no sólo de nuestras manos, sino de nuestro entendimiento.
Esta misma sensación es la que ha provocado la intención de marchar sobre Moscú de Yevgueni Prigozhin, el jefe mercenario del Grupo Wagner, que el viernes se apoderó del acuartelamiento del Ejército ruso en Rostov del Don, la famosa capital de los cosacos. Que Prigozhin anunciara la noche del sábado que suspendía su avance y volvía a los cuarteles tras la mediación del presidente bielorruso no impide afirmar que este es el momento más delicado de la crisis que se inició con la invasión de Ucrania por parte de Putin.
Ahora mismo no se sabe si este ha sido el verdadero alzamiento militar o un ensayo general para probar la calidad de las fuerzas que apoyan a Putin. No se sabe si llegó a prender en otras unidades del Ejército ruso -el discurso de Putin dio a entender que sí consiguió sumar algunas unidades regulares- o terminará alentando un golpe palaciego contra el presidente dentro de unos días. Tampoco está claro en qué manos quedará el poder. Y, lo que es peor, no se sabe, por lo tanto, si las armas nucleares rusas están seguras o van a caer en quizá qué manos.
Lo cierto es que el mundo nunca había visto a Putin en una situación de tanta debilidad. Ahora tiene que hacerse cargo de la lucha en dos frentes, el de Ucrania y el de la inestabilidad interna que pone en riesgo su propia existencia física. Los preparativos defensivos de ayer no eran halagüeños. Que circulara la noticia de que había abandonado Moscú era otro signo de acobardamiento.
Su discurso a la nación no sólo fue el de un tipo que desconfía de todos hasta la paranoia, sino que tenía tintes suicidas, pero no del suicida que se quita de en medio en solitario, sino del suicida terrorista que se hace volar con todos: «Repito: cualquier motín interno es una amenaza mortal para nuestro Estado, para nosotros como nación. Es un golpe contra nuestra nación, nuestra gente. Y nuestras acciones para defender a la patria de tal amenaza serán brutales.»
Como todos los dictadores, Putin está atrapado en las analogías de la historia. En su búnker, Hitler pensaba que la muerte del presidente Roosevelt sería como la de la zarina Isabel que le permitió a Federico II de Prusia, cuando ya estaba derrotado y sin salida, hacer la paz con los rusos en la Guerra de los Siete Años. El discurso de Putin del sábado está plagado de referencias históricas. La tesis de la «puñalada por la espalda» fue la que usó el nacionalismo alemán después de perder la Primera Guerra Mundial y ser sometido a la paz de Versalles. Pero también fue la tesis del nacionalismo ruso que vio como su país iniciaba aquella guerra con un zar al frente y la terminaba con el primer gobierno comunista del planeta. Hoy, mientras Prigozhin vacilaba en su cabalgata hacia Moscú, sólo hay una cosa segura: esto no terminará con una democracia en Rusia.