Ayuso y los idiotas
Tengo que confesar que, dentro de la gravedad del asunto, disfruto con la cara que se les queda. Cara de idiotas
Isabel Díaz Ayuso nos acusa de falta de reflexión. Se pregunta cómo hemos podido llegar en tan poco tiempo al desmantelamiento de las instituciones y al autoritarismo que nos aqueja. La presidente acierta y se equivoca. Acierta, pues la falta de respuesta en la calle por parte de quienes deberían rebelarse es más que sorprendente. A estos no debería llamarlos Ayuso ciudadanos, a lo sumo personas. O, si nos ponemos técnicos, idiotas. ‘Idiotes’ era el término de la antigua Atenas con el que referirse a aquellos que se desentendían de la cosa pública, para atender únicamente sus asuntos privados. El hecho de que el término en cuestión derivara en insulto no tiene mayor explicación, pero se puede apuntalar recordando que para el ateniense el ser ciudadano, partícipe y coautor de su república, era el mayor honor que podía ostentar, el mayor bien por el cual luchar. El comentario de Ayuso acierta en este sentido, pues tenemos España plagada de idiotas. De idiotas en el sentido arcaico, pero también en un sentido moderno del término: si hemos llegado a esta situación no es sólo por omisión de muchos sino también por la acción de los que se están cargando las instituciones en España, un puñado de ególatras con iniciativa. Demasiada iniciativa.
¿En qué se equivoca Ayuso? En que no es cierto aquello de la falta de reflexión sobre el asunto. El debate sobre las debilidades de base de la democracia liberal es ya centenario, más acusado desde hace un par de décadas. En esta discusión también abundan –de hecho, la fagocitan– los idiotas (en los dos sentidos del término): politólogos y filósofos epidérmicos que no saben (o no quieren) ir al meollo del problema y lo fían todo a las formas y mecanismos de nuestro sistema de gobierno. Parecen ignorar que quienes están al cargo de estos son personas y las personas… pues ya saben cómo somos. Me recuerda a cuando mi hermano nos decía con sorna: «Aquí funcionamos con la ley de la mayoría: soy el mayor y haréis lo que os diga».
Ojo, con esto no pretendo en absoluto hacer una enmienda a la totalidad del sistema. Tan sólo quiero destacar que este tipo de estudiosos de la cosa pública ignora lo más elemental acerca del ser humano, prefiere centrarse en el estudio de los mecanismos que en teoría evitan de forma más eficaz las posibles injerencias y corrupciones entre instituciones. Ignoran el elemento antropológico, sociológico y moral, su obsesión son los procedimientos jurídicos y la prosperidad económica: con una tablita de Excel y un puñadito de leyes creen que protegerán la excepción histórica que representa la sociedad occidental. Profesan una gran fe en esta religión política y, ¡oh, sorpresa!, comprueban ahora horrorizados que hay quienes conciben el Estado de derecho como medio, no como fin. ¡Oh, cielos! Tengo que confesar que, dentro de la gravedad del asunto, disfruto con la cara que se les queda. Cara de idiotas.