Bada / Carta de Alemania (75) – Dos páginas inolvidables: Liv Ullmann, Jorge Amado
Hay algunas que se nos quedan indelebles en el recuerdo. En Navegação de Cabotagem: Apontamentos para um livro de memorias que jamais escreverei [¡no me irán a decir que no se entiende el título!], aquel maestro de la dulce ironía que fue Jorge Amado desmontó un mito de manera simpatiquísima, e inolvidable, y además sin herir, simplemente narrando los hechos. Traduzco directamente del portugués la entrada titulada “Le connaisseur”, fechada en Río de Janeiro 1967:
En vías de separarse, el matrimonio se reconcilia para, a petición mía, hospedar a Pablo Neruda, honor insigne. Deseo proporcionarle al poeta todo aquello a lo que tiene derecho en esa visita a Río, acompañado de Matilde, su nueva esposa. Movilizo a amigos y admiradores: admiradores numerosos, fanáticos, acuden a la redacción de Paratodos. Arrastrando la fila Neném Lampreia, quien allí y entonces conoció a Moacyr Werneck de Castro, mutua pasión devoradora, imperativa.
El apartamento, mezcla de confort y de buen gusto, en Ipanema; Matilde deslumbróse con la playa, el matrimonio, una simpatía. La esposa, rubia y lánguida, malhablada, generalmente en estado de semiembriaguez, cuando no total, ardiente devoradora de hombres: fue rica heredera de nobles latifundistas, cafetales sin fin, se quedó pobre con más refranes que panes. El marido, buen mozo, cornudo manso y placentero, al casarse dio un braguetazo y vació el baúl con competencia y cuernos. Pablo, huésped habitual –viajante sin pausa, bardo sin gastos de hotel–, encontró en su extensa romería por el mundo acogimiento y mimo en castillos y mansiones de estadistas y de millonarios, regalías principescas, ninguna más calurosa y cordial que la del joven matrimonio en Río de Janeiro.
Andaban la casquivana y el marido en marea baja, dinero escaso, gastaron el que tenían y el que no tenían, pidieron préstamos para abastecer la bodega con los vinos chilenos de la predilección de Pablo, para llenar la despensa de manjares refinados, caviar, patês, trufas, salmón ahumado, golosinas para el refinado paladar del poeta. Pablo encantadísimo con los anfitriones y con el hospedaje: preciosos, compadre! [sic, en castellano en el original].
Charla va, charla viene, Pablo terminó sabiendo que la dueña de la casa poseía en común con sus hermanos lo que quedaba del latifundio heredado a la muerte de los padres: un resto de tierra improductiva, matorrales silvestres, seguía en pie la casa–grande, de arquitectura colonial, merecedora de ser registrada en el Patrimonio Histórico y Artístico, cosa de ver y de gozar, Neruda se mostró interesado en verla y gozarla, el matrimonio decidió organizar un fin de semana en las ruinas de la hacienda. En nuestro automóvil no cabíamos todos, se convocó a un matrimonio amigo, dueño de un Mercedes. Allá fuimos nosotros, Zélia y yo, en la comitiva éramos ocho, contando con los dueños de la casa: el dinero escaso no les permitió un mayor número de invitados, Pablo sugirió Vinícius de Moraes, no dio para ello. La rubia y el marido reunieron lo que restaba de vino chileno, de patê, de salmón ahumado –el caviar y las trufas se habían acabado–, reunieron las sobras, enrumbamos camino a la sierra, la propiedad se hallaba a varios kilómetros de Miguel Pereira.
Casa patriarcal de señores con esclavos, un pomar en decadencia, patos y gallinas escarbando en las ruinas de los cobertizos de los esclavos, la tranquilidad, la paz, el ocio, henos ahí detenidos en el tiempo, en los días de ayer, dulce fin de semana regado por el vino andino de las mejores vendimias.
El vino chileno y los yantares refinados terminaron exactamente con la cena del domingo, esa misma noche debíamos regresar a Río. Debíamos, pero no regresamos, porque Pablo, mimado, decidió permanecer al menos dos días más en la hacienda; nos quedaremos hasta el miercolis [sic, en castellano en el original], decretó. La dueña de la casa, un poco ebria, como siempre, aplaudió la decisión con entusiasmo, para conmemorarlo vació la última botella de vino tinto chileno, un terciopelo, en la poética clasificación del famoso huésped.
El marido se llevó las manos a la cabeza. ¿Qué hacer? En el vano de una ventana abierta sobre la noche se desahogó conmigo, se sentía humillado. Alimentar a los invitados era problema de poca monta, sacrificarían unos patos, unas gallinas, que se fastidiase el criador, hermano de la dueña de la casa. Pero el vino chileno no había dónde obtenerlo, y si lo hubiese, ¿dónde estaba el dinero para pagarlo? Tamaña desesperación me afectó, entré en escena: No se aflija por el vino.
El lunes por la mañana, temprano, los invitados dormían todavía, él y yo recogimos las botellas vacías de blancos y tintos, los chilenos más nobles y más caros, llenamos un saco, lo metimos en el auto, y allá que nos fuimos, el marido y yo, a Miguel Pereira. En un almacén de comestibles adquirí –hice cuestión de honor el pagarlo yo, no era mucho dinero– vinos nacionales de marcas más o menos semejantes, con la ayuda del almacenero allí mismo trasvasamos los nacionales a las botellas vacías de los chilenos, les volvimos a meter los corchos bien metidos, de vuelta a la casa grande pusimos los blancos a enfriarse en la nevera, los tintos a la vista en la botillería.
Nada afecto a los vinos de Río Grande, que en aquél entonces dejaban mucho que desear, me declaré indispuesto del estómago, me abstuve. Botella a botella, todo el vino fue bebido entre exclamaciones patrióticas del poeta al degustarlo –No hay vino que se compare al chileno, el francés tiene más fama, pero no es mejor–, discurseaba Pablo, connaisseur. Acompañado por la dueña de la casa en el trago y las exclamaciones, en los elogios de la vendimia andina: excepto en materia de whisky, ella no era connaisseuse.
***
Sí, hay páginas que te electrizan, te atan a su texto, se te quedan pirograbadas en la memoria.
Así por ejemplo, leyendo las memorias de Liv Ullmann, la gran actriz noruega, compañera de Ingmar Bergman durante algunos años, se me quedó indeleble para el recuerdo la página larga que en la versión alemana de su libro le dedica al décimocuarto día de rodaje de la película de Bergman Ansikte mot ansikte [Cara a cara al desnudo]. En este film, Liv Ullmann interpreta el papel de la Dr. Jenny Isaksson, siquiatra con graves problemas personales, tantos y tales que decide suicidarse.
Traduzco del texto alemán, el único de que dispongo.
14.° día. Hoy rodamos la escena del suicidio. Ingmar encargó imitaciones de los somníferos.
El fabricante prometió que su contenido sería glucosa. Son cien píldoras, un frasco entero, lleno.
Me siento enferma de miedo, imagino que el fabricante se equivocó y que las píldoras contienen la sustancia somnífera.
En el estudio reina una atmósfera opresiva, todos están nerviosos, ostensiblemente. Ingmar me da todavía algunas indicaciones generales y dice: «Ahora vamos a ver lo que pasa».
«¡Atención! ¡Se rueda!»
No sé cómo lo voy a hacer. Apenas puedo tomar una aspirina sin atragantarme y toser, y ahora tengo que tragar cien píldoras.
Jenny estira bien la colcha, mulle dos cojines y los coloca de manera que su cabeza pueda descansar cómodamente en ellos, baja la persiana, cierra la puerta, vuelve a estirar la colcha, se sienta al borde de la cama, llena un vaso con agua mineral, abre el frasco, vuelca dos o tres píldoras en su mano, se las traga sin esfuerzo. La siguiente vez tiene más píldoras en la mano.
Se las mete en la boca, bebe. De repente, la mano de Jenny empieza a temblar tan violentamente que el vaso golpea mis dientes; y mientras Jenny trata de quitarse la vida, yo sé que es lo que está sintiendo.
La larga preparación, la extraña calma. Jenny y yo las compartimos juntas. Lo vivo y al mismo tiempo estoy al lado y lo observo. Estoy viviendo un suicidio.
Diez, veinte píldoras trago de una vez sin esfuerzo. Jenny se enerva cada vez más, pero su actitud sigue siendo serena. Continúa sentada un rato y contempla el frasco vacío, sacude la cabeza, se acuesta y apoya la cabeza en los cojines que había mullido. Un rato largo sigue así tendida y con la vista clavada en el techo.
De pronto me pasa por la cabeza cuán correcto hubiera sido si mirase su reloj, si verificase la hora de su muerte, y en el mismo instante en que yo lo pienso, ella lo hace.Teatro sólo hay cuando vuelvo la cara hacia la pared y no me muero.
Después me siento vacía. Registro que alguien llora.
No sólo el actor, también el espectador, en determinados momentos, puede participar en lo irreal como si fuese real.
Ingmar está tranquilo e impresionado, y dice: «En fin, por lo menos ahora no tengo que cometer ningún suicidio más».
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Carta de Alemania (75), «Dos páginas inolvidables: Liv Ullmann, Jorge Amado» enviada a Aurora Boreal® por Ricardo Bada. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ricardo Bada. Fotografía Ricardo Bada © Ricardo Bada.
Fotografía de Jorge Amado © tomadas de YouTube.
Este texto apareció previamente en la revista virtual cubana Árbol Invertido, que sube a la red desde Madrid.