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Bada: Gracias, John Steinbeck

Por estos días se cumplen 120 años del nacimiento de John Steinbeck, Premio Nobel de Literatura de 1962, y hoy bastante olvidado, a mi parecer con inexplicable injusticia.

Mi primer acercamiento a la obra de John Steinbeck tuvo lugar por la vía cinematográfica. De un cine de verano de Huelva, mi ciudad natal, atesoro el recuerdo de haber visto en un programa doble La perla, del Indio Fernández, con Pedro Armendáriz y María Elena Marqués. Y aunque no me fijaba entonces en esos detalles, también era Steinbeck el autor del guion de Náufragos (la película de Hitchcock, con la impresionante presencia de Tallulah Bankhead), y asimismo del guion original de ¡Viva Zapata!, nunca filmado como él lo escribió.

Ilustración: Alberto Caudillo
Ilustración: Alberto Caudillo

 

Luego, en 1956, de la mano de Elia Kazan, transité las páginas de Al este del Edén en compañía de James Dean, Julie Harris y Jo van Fleet. Y debió ser alrededor de esas calendas cuando por fin pude leer un libro suyo. Fue Las uvas de la ira, en la America House de Sevilla, frente al edificio de la vieja Universidad hispalense, y su lectura me hizo desear la posesión de un libro de Steinbeck: eran aquellos días donde la compulsión posesiva priorizaba un libro hasta más que cualquier otro placer, ya saben lo que quiero decir. Me sucedió con Dulce jueves.

Esa novela cautivó mis ojos desde la vidriera de la librería de don Máximo Ribary, un suizo que los dioses sabrán por qué le soplaron al oído que debía emigrar nada menos que a Huelva. Pero, ¡ay!, Dulce Jueves no estaba al alcance de mi magro bolsillo. De modo y manera que como había decidido, de todas todas, ¡todas!, que tenía que poseer un Steinbeck, manipulé concienzuda y sabiamente algunas cifras del libro de caja de la tienda de calzados de mi pobre padre, y héteme aquí que así me hice con las creo que 200 pesetas que costaba la dichosa novela: una fortuna para mí, y no sólo para mí, en aquella época.

Leí Dulce jueves con una fruición de la que todavía conservo la memoria: ¡ah, el placer del delincuente devorando las fresas adquiridas con dolo! Y, como es natural, me enamoré de Suzy, la peripatética que paradójicamente vivía como Diógenes. Aunque también es verdad que sentí un cierto desconcierto ante los gustos alcohólicos de los protagonistas masculinos. ¿Qué cara…mba era lo que se mandaban a bodega cuando bebían “un cuartillo de Viejos Zapatos de Tenis”? El más grande narrador chicano vivo, Rolando Hinojosa, me ilustraría al respecto décadas después: era un whiskey de destilación semicasera y que olía… bueno, pues a lo que su nombre indica, de la manera más descriptiva que imaginarse pueda.

Con el correr del tiempo, terminé por conocer la obra completa, o casi, de alguien que me resultaba muy familiar. Con El callejón de las sardinas enlatadas no paré de reírme: Steinbeck me devolvía, desde Monterey/California, a Isla Cristina, el pueblo de mi provincia donde se fabricaban las mejores conservas de sardina, amén de caballa y atún, de toda España.

Pero si tengo muy presente, sobre todas, la profunda impresión que me dejó la lectura de Las uvas de la ira, es porque me definió como irredimible analfabeto. Las extensas y minuciosas descripciones de los fallos y desperfectos técnicos del camión de la familia Joad, así como de los arreglos improvisados y a veces medio suicidas a que se ve sometido el vehículo, me convencieron de una vez para siempre: nunca en mi maldita vida iba a tener un auto, tan sólo el léxico (para mí 100 % indescifrable) ya bastaba para ponerme a la defensiva.

Ahora, con motivo de la efeméride, busqué mi ejemplar de Dulce jueves, ese libro que adquirí practicando un desfalco a la economía familiar, y estuve rastreando mis notas autógrafas al lado de los párrafos y los diálogos que me interesaron durante su lectura. Fue así que hallé subrayada la siguiente frase de Doc, el protagonista, dicha en medio de su crisis existencial: “Me he estado desmontando como un Ford T en un patio interior. He extendido todas las piezas en el suelo. Pero aún sigo sin saber por qué no funciona. Ni siquiera sé si seré capaz de montarlas de nuevo”. Y al margen de esta frase, una anotación manuscrita mía: “Muy típico del autor, hay algo parecido en Las uvas de la ira”. Ya ven ustedes cómo es que a Steinbeck le debo, indirectamente, el haberme librado per saecula saeculorum, del carné de conductor.

Don John, dondequiera que usted se encuentre, ya sea en el alto firmamento o en lo más hondo del Mar de Cortés, sepa que le doy las más efusivas gracias.

 

 

 

 

Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.

 

 

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