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Balthus y Fellini, una amistad en Villa Medici

Se conocieron por casualidad, quien lo hubiera dicho. Tan dispares, tan iguales. Fellini y Balthus, dos personajes del mismo cuento: el conde perverso y siniestro y el domador de elefantes escapado del Circo. Simpatizaron enseguida, Alain Cuny les presentó y el tiempo los convirtió en amigos.  A los pies de Roma, Villa Medici, se abría paso como el escenario perfecto de una película. En cada encuentro, un mayordomo con librea, salía a recibirle, después se perdían por los pasillos del palazzo. Dejaban atrás techos y muros recubiertos de frescos, hasta que llegaban al primer piso, donde casi siempre recostado en un diván, Balthus le hacía sentar a su lado. Ni siquiera la pierna de la que se resentía por el reúma, y cuyo dolor exageraba, impedía que de un brinco se alzase, recorriendo la habitación como un gato enjaulado.

A pesar de la intimidad, Fellini sentía que su mirada le inquietaba. Una mirada sensual, desprovista de intención pero capaz de atravesar sus pensamientos y de la que zafarse era tan difícil que ya ni lo intentaba. La misma mirada que había desnudado en sus cuadros a tantas mujeres, retratos incomprendidos, que levantaban ya entonces la polémica de los que no entienden nada. Yo nunca podría pintar a una mujer desnuda, llegó a decirle una de aquellas tardes, me interesa más la belleza de las adolescentes, encarnan el devenir, el ser antes de serlo, la belleza perfecta. Fellini nunca se atrevió a preguntarle, si Therese Blanchard, la niña de posturas indecentes y gesto perverso, había despertado algún interés más allá del puramente artístico.

Sus modelos eran hijas de empleados que trabajaban en la casa, Sabine, Michelina, la propia Therese, que era su vecina, inocentes y niñas al fin. «Se ha dicho que mis niñas desvestidas son eróticas. Nunca las pinté con esa intención. No son Lolitas desvergonzadas. No es la visión erótica de un voyeur. Son ángeles». No trataba de convencer a nadie con sus argumentos, ante todo era un actor. Su voz y su gesto melodramático acompañaban un discurso, que muchas veces negaba la evidencia, empezando por su identidad. Fabulaba con su vida, presumía de provenir de la nobleza y que Lord Byron era su antepasado. Aquello divertía a Fellini, quien prefería no adentrarse en su biografía la de verdad, entusiasmado con la posibilidad de que fuera otra excentricidad más de las suyas.

 

 

Una vez se lo propuso, acompáñame al estudio. Había hablado de la posibilidad de pintarle. Una atención con la que agradecer su amistad de tantos años. A Fellini le gustó la idea,  pero mucho más la de conocer el sancta sanctorum del pintor. Pocos habían traspasado esa línea sagrada, ni siquiera sus amigos. Para llegar al taller, bajaron al jardín y atravesaron un parque. Hasta ese día no se había fijado en los extraños árboles, un vergel colorido y rincones con geranios y buganvillas. Nunca hubiera pensado que en aquel cobertizo en ruinas, pudiera tener su estudio. Reinaba el desorden, cuadros amontonados, pinturas, trapos sucios. En una mesa, había más tarros, cacerolas y un vaso con sus cigarrillos.  No sigo una pauta, mi único método consiste en pintar varios cuadros a la vez. Descanso y fumo, pero sobre todo pinto.

Bastaba un vistazo para entender sus palabras; meticuloso hasta lo indecible, lo importante era buscar el detalle, la iluminación perfecta, ese halo de luz capaz de dar vida y hacer resoplar la verdadera personalidad del cuadro. Un trabajo lento que podía llevarle años. Curioseando, Fellini se fijó que a medio terminar algunos de sus lienzos reposaban contra el muro. Reconoció en uno de ellos a su mujer Setsuko desnuda en la habitación turca, envuelta en sedas rosas; en otro, una mujer desnuda con calzas rojas. Una vez más no le hizo falta preguntar sobre su extraña concepción del erotismo, tampoco él entró en detalles.  Balthus se limitó a mostrarle sus bocetos: sus útiles de trabajo,  una mariposa de papel que colgaba del techo, una vela en una botella. Pequeños detalles, como los juguetes de un niño en su escritorio. Permanecieron después callados, el domador de elefantes y el conde pintor, los dos ensimismados sin necesidad de otra cosa que disfrutar del momento.

Hacía tiempo que no le sucedía, pero aquella noche Fellini soñó con pinceles, con nubes rosas, con Setsuko, con la mariposa de papel colgada del techo. Tuvo la impresión de andar perdido por las estancias de Villa Medici. Al despertar, con un extraño desasosiego cogió su cuaderno donde dibujaba sus sueños. No pudo dibujar nada, las imágenes eran demasiado obscenas para reproducirlas. Y no porque no lo intentara, lo intentó mil veces antes de convencerse que nunca conseguiría plasmar lo que su cabeza le sugería. Se conformaría con escribirlo, eso haría, la mayoría de las veces también funcionaba.

 

 

Exposición Balthus. Museo Thyssen-Bornemisza. Del 19 de febrero al 26 de mayo.  

 

Imagen de manuela.della.fontana

Manuela della Fontana, escritora oculta. Escondida, desde que siendo aún una niña descubrió que emborronar hojas y hojas con sus pequeñas cosas, le divertía. Más tarde, ya de mayor, se convertiría en una liberación para su mente y una alternativa barata al psiquiatra. Después de trabajar muchos años en el mundillo editorial, rodeada de facturas e impuestos, decidió dar el gran salto y retomar esta “vocación” suya escribiendo con mayor regularidad. Fue entonces cuando empujada por algunos amigos salió a la luz, compartiendo sus vivencias en su blog Soñando con maletas y en las revistas vozed, Chopsüey e Hyperbole donde colabora habitualmente.De no haber sido lo que es, solo sabe que le hubiera gustado vivir en Roma, compartir fiestas con Jep Gambardella y hablar de lo divino y de lo humano con un Bellini por compañía. De momento, se conforma con una cerveza en la Plaza de Olvide.
EnTwitter: @enmanuelle2002

 

 

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