Baudelaire: Dos siglos del poeta de la ciudad
El poeta ‘maldito’ por excelencia fue capaz de llevarse la lírica desde la naturaleza hasta la gran ciudad y la muchedumbre parisina, convirtiéndose así en uno de los primeros poetas urbanos de la época.
El 9 de abril se cumplieron 200 años del nacimiento de uno de los grandes poetas que ha dado el mundo, Charles Pierre Baudelaire (1821-1867). El parisino es una de esas figuras, como Byron o Whitman, cuya impronta trasciende la calidad (indiscutible) de su trabajo literario. Y es que el desencanto que imprimió el autor ‘maldito’ por excelencia a sus inmortales poemas le llevó a conseguir, además de la incomprensión y el rechazo de sus contemporáneos, una enorme influencia en las generaciones posteriores y un lugar en la historia de la literatura.
Baudelaire fue un cliente insatisfecho de ese producto, en apariencia irrefutable, al que llamamos existencia humana. Y no en su versión más precaria o carente de los mimbres más elementales. Pobreza, injusticia o enfermedad no se encontraban en su lista de problemas. Al autor de Los paraísos artificiales, la vida prime de un intelectual de clase media que tenía sus necesidades básicas satisfechas y vivía en la capital cultural del planeta también le parecía motivo de reclamación. Eso suponía un serio problema para los expertos en marketing que llevaban siglos vendiendo el breve pasaje del ser humano por el mundo como un regalo.
El escritor francés expresó como nadie la ausencia de propósito que acecha agazapada en el ánimo de las personas y que, tarde o temprano, se manifiesta en forma de angustia vital. Él lo llamaba spleen (‘bazo’, en inglés), una referencia que procede de la medicina de la antigua Grecia, donde los galenos clásicos atribuían los cambios en el estado emocional a factores físicos y responsabilizaban al bazo de segregar una «bilis negra» que provocaba melancolía.
Entre el Romanticismo y la Modernidad, Baudelaire se convirtió en uno de los primeros poetas urbanos
Baudelaire respondía a ese desencanto a través de dos intereses entre los que repartía su tiempo. Por un lado, el arte y su trabajo. Traductor de Edgar Allan Poe, ensayista y poeta, era un trabajador de las letras meticuloso y perfeccionista que revisaba sus textos una y otra vez. Por otro, la entrega entusiasta a una vida de excesos y vicios. Su exaltación de las drogas o la prostitución en Las flores del mal, su obra más conocida, le valió un escandaloso juicio por atentar contra la moral y las buenas costumbres.
Algunos autores teorizan que en la supuesta depravación del poeta había más ruido que nueces, que tenía más de pose estética que de realidad. Lo que es seguro es que le gustaba provocar a un establishment cuyos valores rechazaba abiertamente. Baudelaire era un outsider que disfrutaba haciendo ostentación de su desencaje social. Una de sus travesuras más sonadas fue la admiración que mostraba por Satán, a quien consideraba un rebelde de manual, como reflejó en un poema de Las flores del mal:
Príncipe del exilio, a quien perjudicaron,
Y que, vencido, aún te alzas con más fuerza.
Pero, más allá de esa carga de dandy y poeta maldito que tanto le gustaba cultivar, Baudelaire fue también un renovador de las letras. Considerado, junto a su admirado Poe, uno de los padres del Simbolismo, completó el tránsito entre el Romanticismo y la Modernidad, y al cruzar esa frontera se llevó la lírica desde la naturaleza, que no le interesaba particularmente, hasta la gran ciudad. Se convirtió, así, en uno de los primeros poetas urbanos, que se hallaba en su salsa paseando entre la muchedumbre por las avenidas iluminadas de París y encontraba más fácilmente la inspiración en cafés y tugurios de dudosa reputación que en el esplendor de campos y lagos. De esas inmersiones, camuflado entre personajes anónimos que hacían su vida y se ocupaban de sus asuntos cotidianos, sacó a muchos de los retratos que poblaron sus poemas.
No solo fue un renovador de los temas; también de las formas. En lugar de dirigirse exclusivamente a una élite de intelectuales, el parisino amplió su espectro y quiso hablarle a un público de masas utilizando los periódicos para publicar su trabajo, rebajando el tono de su lenguaje e introduciendo los poemas en prosa.
¿Cómo veríamos a Charles Baudelaire si viviera hoy? Posiblemente, su figura no chirriaría tanto en nuestra época como lo hizo en la suya. Quizá sería un tuitero incansable e impertinente, de esos que les saca los colores, con ingenio y mala baba, a los valores establecidos, que se mete con la Corona, con la Iglesia, con el Gobierno de turno y con todo aquello que le sonora a rancio o convencional. Un personaje público, admirado por unos, despreciado por otros, al que un día veríamos haciendo declaraciones a la prensa rosa en un photocall y otro protestando airadamente en la gala de los Goya. Un artista que paga multas con una mano y recibe subvenciones con la otra (como, de hecho, hizo en vida). Y todo sin perder su aspecto de ‘pijo’ intelectual, atractivo y con cierto aire de superioridad. Y es que, por encima de todo, Baudelaire quiso ser (y lo fue en mayúsculas), un moderno.