Beatriz Pineda Sansone: Jesús y la restauración del ser
Porque de lo que abunda en el corazón habla la boca.
Mateo XII,34
En tiempos de Jesús, la concepción del ser humano era mucho más holística –esta idea postula que se debe analizar el conjunto y no solo las partes del conjunto- de lo que la concebimos hoy. En sus tiempos, una persona era una unidad compuesta de cuerpo, mente y espíritu. Y, por tanto, el tratamiento y sanación de un elemento iba relacionado con la recuperación del otro.
Hoy en día no sucede lo mismo. Bajo el paradigma científico actual, la mente y el cuerpo se entienden bastante diferenciados y el aspecto espiritual es ignorado completamente.
La medicina ha sido entendida tradicionalmente como la disciplina encargada de tratar y sanar el cuerpo y la psicología dedicada al tratamiento (sanación) de la mente, pero el significado etimológico de la palabra “psicología” es “alma humana” (del griego “ψυχή, psyché” (RAE, 2012), y el de “terapia” (del griego “θεραπεία”) significa “tratamiento o sanación”. Así pues, de la definición original del término “psicoterapia” resulta: “la sanación del alma humana”. Y esto, precisamente, era lo que hacía Jesús, entendido desde la perspectiva del Jesús Histórico (Meier, 2000).
Desde la psicología transpersonal (la psicología que estudia los estados de consciencia que transcienden el propio ego) se entiende que Jesús vivió en un estadio de consciencia superior unido a la dimensión trascendente de la existencia y en comunión con todas las personas, especialmente con aquellas que más sufren. Martínez Lozano (2010) apunta que cada vez que Jesús hablaba y actuaba, no lo hacía desde su consciencia egoica sino desde una consciencia universal. La principal característica que le define es la des-identificación con su ego, al enseñar y actuar de forma coherente siempre en pro del bien ajeno, en armonía con su constante mensaje de amor al prójimo, entendiendo que el-otro-eres-tú.
Desde Homero hasta Aristóteles se discurre sobre la constante preocupación griega por la acción psicológica de la palabra, y, por tanto, acerca de su poder curativo.
El que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que niegue su vida (…) la salvará» (Mc 8,35).
Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. (…), (Mt 6, 43-45).
(…) El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. (…) (Mc 10, 42-45).
En todos estos pasajes se aprecia un estado de consciencia expandido más allá de la persona individual, donde la persona no se identifica con su yo, sino con los «yoes» de las demás personas y del todo. Algo que evidencia totalmente el siguiente hecho y la siguiente afirmación:
Llegaron su madre y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar. La gente estaba sentada a su alrededor, y le dijeron: ¡Oye! Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan. Jesús les respondió: ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 31-35).
Para Platón, la palabra bella y verdadera tiene el poder de esclarecer y reordenar los ingredientes de la vida anímica –creencias, sentimientos, impulsos, pensamientos- suscitando en el alma, como una chispa que la enciende, persuasiones nuevas y más nobles que las antiguas. Y para Aristóteles la palabra sanadora puede encender el alma como una chispa. Aristóteles atribuye a la palabra un triple poder: cuando es razonamiento dialéctico, convence; cuando es discurso retórico, persuade y cuando es poesía, purga y purifica (catarsis). La acción de la palabra catarsis verbal es tan intensa que opera como si el discurso mismo fuese medicina. La teoría aristotélica del lenguaje parte de una consideración concreta del mismo: el lenguaje es símbolo (sumbolon) de los estados del alma, los cuales son los mismos para todos los hombres, así como las cosas a las que tales estados del alma corresponden.
Mencionamos a los griegos, porque la Palestina de Jesús no fue ajena al influjo heleno en la órbita mediterránea. Nietzsche lo expresó así: El cristianismo es platonismo para el pueblo.
En la Galilea judía, el enfermo era tomado por pecador. Las llagas no hacían sino reflejar una vida alejada del Señor; los signos y síntomas de la enfermedad no identificaban a un enfermo, sino a un culpable. Sin embargo, el rabí galileo en sus sermones y en su actuación pública, no solo, recomendaba la oración, también la actitud y las acciones, porque ellas podían curarla.
En su bienaventuranza: Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados (Mateo, 5,5), hace referencia al dolor humano, ofreciendo esperanza a los que sufren. Esto significa que Jesús entiende el sufrimiento como el alejamiento que vivimos de nuestro ser profundo, y nos ofrece el modo de aceptarlo (de llorar), de aprender a liberarnos de las necesidades que nos hacen girar en torno a nosotros mismos (Martínez Lozano, 2010). Es decir, llorar la muerte de nuestro ego (trascenderlo), para dar paso a una consciencia más real de lo que somos en verdad. Esta razón llevó a Saint-Exupéry a expresar: Soy el más fuerte si me encuentro a mí mismo.
La utilidad del mensaje de Jesús en psicoterapia
Baker (2001) afirma que Jesús es el mejor psicólogo que jamás ha existido. ¿En qué se basa para hacer esta afirmación?
Por todos es conocido que pobres, inválidos, endemoniados, ciegos y cojos acudían a Jesús en busca de sanación, así como muchas personas heridas buscan terapia.
Según Grof y Grof (1995), la psicoterapia supone un espacio en el que el paciente, no solo, viene preparado a “tocar” (trabajar) sus heridas, sino que se expone a una revisión y confrontación total de su sistema de creencias, su estructura de personalidad y su modo de comportarse, que desembocarán en una transformación personal, gracias a un mayor conocimiento personal y consecuente expansión de la consciencia.
El encuentro con Jesús suponía una transformación personal, a la que estaba dispuesto todo aquel que acudía a él. ¿Cuál era entonces la técnica psicoterapéutica utilizada por él, que hacía sanar a tantas personas?
Klimek (1991) contempla las tres primeras bienaventuranzas como las fases del desarrollo psicológico que vive el ser humano cuando se encuentra en crisis y acude a terapia;
. Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos ((Mateo, 5,3)
. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra (Mateo, 5,4).
. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados (Mateo, 5,5).
¿Qué relación tienen éstos textos con la psicoterapia? Siguiendo a Rodríguez Castillo (2012), para Jesús, los pobres de espíritu son bienaventurados, porque representan el momento en que agotados por el sufrimiento, después de haber intentado todas las posibilidades de auto-sanación y rendidos por el fracaso, deciden acudir a terapia como última esperanza. Este total decaimiento y sensación de vacío es necesaria para poder encontrarnos con nuestro verdadero ser. En estos momentos se derrumban todas las máscaras, que hasta ahora habíamos utilizado en la vida para mantener una imagen falsa de nosotros mismos, que no nos correspondía. En este momento de la verdad, aceptamos nuestra propia debilidad y nos volvemos humildes. Elemento catalizador para el crecimiento personal consiguiente.
Ser pobre de espíritu significa estar en un estado de vulnerabilidad, apertura mental y sinceridad emocional para enfrentarnos a nosotros mismos (p. 48)… ser capaces de enfrentar a nuestro ego.
Jesús dice: bienaventurados los que lloran, porque son ellos los que se enfrentan a sí mismos, a su fragilidad humana, a sus fracasos, su indigencia, sus sombras. Lloran el derrumbamiento de su estructura personal (egoica), para dar cabida al renacimiento de un nuevo ser más evolucionado, más consciente de quien se es. Es el momento en que nos aceptamos como somos y nos encontramos con nosotros mismos de verdad. Para resurgir fortalecidos, aceptando con serenidad (“bienaventurados los mansos”) sin reaccionar mediante la ira o la venganza de cualquier tipo, contra nosotros mismos, o contra los demás.
Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca.