Bernard-Henri Lévy: Macron y la gran novela nacional
Para empezar, tenemos dos grandes cadáveres. El del Partido Socialista ya se anunció hace 10 años, pero el partido ha necesitado todo este tiempo para tomar nota de su propia debacle. Y también, en la misma medida, el de Los Republicanos, o la Agrupación por la República, o la Unión por un Movimiento Popular, que uno se pierde ya con tantos nombres; al fin y al cabo, ¿no han sido todos ellos salvavidas que se han intentado lanzar en un mismo naufragio interminable?
En cualquier caso, estamos viviendo un cambio de época, el final de un periodo que comenzó con la formación, hace dos siglos, de la gran división francesa entre la derecha y la izquierda. El espectáculo del pasado domingo por la noche no nos escatimó nada. La cámara nos mostró sus tomas sobreactuadas pero parecían imágenes de una mala reproducción. Era un ballet patético en el que veíamos a unos viejos soldados mientras volvían a afilar sus perfidias y sus carambolas a tres bandas. En ese clima de pánico, vimos a uno que se alimentaba del cadáver humeante de Fillon, a otro que resurgía del infierno de sus propias infamias, “como ascienden al cielo los soles rejuvenecidos”, para dar el golpe de gracia a Hamon, y a un tercero que gritaba, como un Trump de izquierdas: “¡Está despedido! ¡Está despedido!” a un leal miembro de la izquierda de gobierno que se mostraba humillado. En todas partes, repetida y en plano general, la fría máxima del Eclesiastés: “Una generación se va y otra generación viene”.
Luego están Le Pen y su banda. Habían dicho que llegarían al 30% de los sufragios pero quedaron en el 22%. Y resultó hueco, ese pobre 22%, en los ojos vacíos y codiciosos de los atrapavotos del Frente Nacional. Pero también ellos, encerrados en su ratonera, reanudaron sus salmos: “Vosotros sois el sistema, nosotros, el pueblo”. Y también multiplicaron las fanfarronadas, sin comprender que el desgaste les había vencido, sin darse cuenta de que ya pertenecían al pasado, antes de haber pertenecido al futuro, ni de que, en realidad, Marine Le Pen no era ninguna Madonna, porque está demasiado alejada del espíritu nacional para que Francia se reconozca en su vulgaridad cavernosa.
La amiga de los nazis Chatillon y Loustau ha despertado a la bestia que estaba dentro del pueblo, pero no lo ha podido convertir en bestia. El pueblo ha sabido, como tantas veces en la historia, recuperarse en el último instante. No habrá Frexit. La resucitada de Vichy no hará salir de Europa al país de Voltaire y Victor Hugo. El aire está un poco menos turbio, y la ola mundial del populismo, hasta nueva orden y aunque debemos permanecer vigilantes, se ha interrumpido en Francia.
La sorpresa, por el contrario, la produjo Mélenchon. A un hombre político se le juzga por sus reflejos. Y el reflejo de Mélenchon, esa noche electoral, fue repugnante. Qué mal jugador: desprecio, luego existo. Toda su fogosidad y toda su elocuencia se hicieron añicos y, con ellas, el techo de cristal de su moralidad. Y ese hombre que, normalmente, no se calla por nada, que nunca se hace de rogar cuando toca increpar a “la gente” —qué vulgaridad, dicho sea de paso, ese “moveos, gente” al que nos acostumbró nuestro Hugo Chávez de pacotilla en los últimos días de la campaña—, ese hombre al que nunca nada ha impedido decir lo que le pasa por la cabeza a todas esas “gentes” a las que trata como becerros, que nunca ha consultado a nadie para confundir, por ejemplo, las manifestaciones mortales de Venezuela con la movilización francesa contra la ley laboral, de pronto apareció todo tímido, sin nada que decir sobre la presencia de Le Pen en la segunda vuelta y explicando que necesita consultar antes a sus 450.000 “gentes”. Hamon, Fillon, Raffarin, Duflot y otros se mostraron dignos en la derrota. Todos, o casi todos, supieron distinguir entre un adversario político y un enemigo de la República. Él, no. Y, de tanto dar a entender que un liberal es lo mismo que un fascista, es él, Mélenchon, quien corre el peligro de demostrar que entre él y Le Pen tampoco hay muchas diferencias.
¿Se traicionó a sí mismo el hombre, y solo el hombre, por querer arreglar unas cuentas de orgullo y resentimiento con un mundo político en el que maquina desde hace 30 años? ¿O cree de verdad —y eso sería mucho más grave— que el Frente Nacional, en su versión “desdemonizada”, no merece ya el descrédito que lo rodeaba en la época del padre? ¿O, más terrible todavía, está tomando la iniciativa porque conoce a “su gente” y sabe que, como los estalinistas alemanes de 1933, o como los miembros del Partido Comunista Francés de 1935 —la gente de Doriot—, o como, 30 años más tarde, los comunistas que se abstuvieron en la segunda vuelta del 69 —“tanto monta, monta tanto”—, estos insumisos se rebelan contra los “oligarcas” y el poder de los medios, pero no contra los fascistas?
La pregunta da miedo, pero, de la respuesta que se le dé dependerá el futuro de la izquierda. Por mi parte, no me arrepiento en absoluto de no haber perdonado nada, todas estas semanas, a esas personas que, cuando se les habla de “impedir el paso a Le Pen”, responden con su estúpido hashtag: “#SansMoiLe7Mai” (“Sin mí el 7 de mayo”). Hemos visto los restos de antisemitismo, la indulgencia respecto al fundamentalismo islámico o los asesinos de Siria, los venezolanos tiroteados por las agotadas milicias de Nicolás Maduro mientras este se cala la boina castro-chavista. Todas las líneas de demarcación estaban ahí, y ahora volvemos a encontrarlas.
Y así llegamos a Macron. Francia, para no convertirse en el cadáver que algunos desearían, está a punto de elegir a este hombre. Lo elige sin saber muy bien lo que hace, porque no sabe del todo quién es. El país contiene el aliento porque le da la impresión de que esa intensidad entusiasta que desprende tiene algo de frágil e inacabado. ¿Qué es lo que le falta a este Bonaparte? El final de la adivinanza. El “la solución es…” de las heterogéneas imágenes que componen su visión del mundo. La palabra exacta que dará sentido, o no, a su increíble progresión. Pero la realidad es que ya no tenemos otra opción. Y él tampoco. Ya se ha pasado el momento de las fórmulas retóricas, porque, por muy acertadas que sean, nunca incluyen esa solución. Lo que tiene que contar ahora a 60 millones de hombres y mujeres es una historia completa. La gran novela nacional, o su declive: ese es el desafío.
Bernard-Henri Lévy es filósofo.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.