‘Berta Isla’, libro del año 2017
La novela de Javier Marías recuerda por qué la ficción, en manos de sus mejores practicantes, sigue siendo la única forma de conocernos cabalmente
Hemingway, que entendió su oficio mejor que nadie, le dijo alguna vez a Marlene Dietrich: “No hay que confundir acción con movimiento”. En las novelas de Javier Marías (o, por mejor decir, en los volúmenes que han ido apareciendo desde Fiebre y lanza), la gente se mueve cada vez menos, pero cada vez pasan más cosas. Y son todas interesantes: todas nos interpelan, nos interrogan, nos sacuden y nos conmueven. Así en Berta Isla, esta novela maravillosa que dialoga con Tu rostro mañana pero también con Así empieza lo malo, esta novela desengañada y a la vez generosa, rica en peripecias y también en epifanías, introspectiva y obsesiva pero capaz de mirar hacia fuera, hacia el mundo convulso, para escrutarlo, investigarlo y permitirnos una comprensión que de otra forma nos estaría vedada.
Igual que Tu rostro mañana, la nueva novela gira alrededor de un joven español que vive a caballo entre dos culturas, la española y la inglesa, y cuyos inusuales talentos le hacen merecer la atención de los servicios de inteligencia: el MI5 y el MI6. Tomás o Tom Nevinson (hace mucho tiempo que nadie tiene un solo nombre, un nombre unívoco y claro, en las novelas de Marías) es un superdotado de las lenguas, los acentos, las imitaciones del habla ajena, y es por eso por lo que acaba siendo reclutado para misiones de espionaje de contenido ignoto y duración indefinida.
Nevinson pertenece a esa estirpe de personajes de Marías que han abdicado de su propia voz, que viven con voz prestada. Para contarnos su historia, Marías comienza echando mano de una tercera persona que no la veíamos desde los tiempos idos de El siglo; y como las novelas de Marías suelen reflexionar sobre su propio quehacer, no nos sorprende demasiado que un personaje se permita meditar sobre los servicios de inteligencia con una breve lección de narratología. “Somos como el narrador en tercera persona de una novela”, dice. “Se ignora por qué sabe lo que sabe y por qué omite lo que omite y calla lo que calla”. La analogía no es inocente ni caprichosa: es una meditación (solapada, juguetona) sobre las grandes preocupaciones de la novela. Pero antes de que tengamos tiempo de preguntarnos qué uso hará Berta Isla de la literatura de espías, cómo subvertirá o elevará para sus propósitos los temas, por ejemplo, del mejor Le Carré —el lector piensa en Un espía perfecto—, la novela abandona la tercera persona y nos deja instalados, durante largos y gozosos años, en la voz de su mujer: la mujer que da título a la novela.
Son páginas familiares e impredecibles al mismo tiempo. Son familiares: ahí está la poesía como lente a través del cual interpretar la experiencia (se convoca a T. S Eliot, pero también a Enrique V, y hace una aparición breve un cuento de Flaubert). Son impredecibles: la prosa de Marías, digresiva y heterodoxa, está llena de meandros y desvíos donde acaso nos encontremos una joya perdida, o es capaz de dar vueltas como un tiburón alrededor de su presa, asediando una emoción, una revelación o una humilde verdad humana. Lo que quiere esta prosa es rescatar, del flujo incesante de los acontecimientos, aquello que no sabríamos ver sin ella: quiere detener el tiempo —o trastocar su normal comportamiento— para que no se pierdan ciertos movimientos, con frecuencia los más frágiles, de nuestra sensibilidad y nuestra conciencia; quiere hacer visible lo invisible, hacer que salga a la superficie eso que permanecía hundido porque nadie había sabido verlo. “Frente a esa idea de la novela como una forma de conocimiento, yo la veo como una forma de reconocimiento”, me dijo Marías una vez, en el curso de una conversación sobre Tu rostro mañana. “Con esos autores que ven, que se atreven a mirar las cosas como son, uno a menudo tiene una fuerte sensación de verdad precisamente porque reconoce lo que dicen. Uno dice: ‘Sí, esto es así, es verdad’. Y no te están haciendo una revelación, no estás accediendo a un conocimiento nuevo. Estás viendo algo que sabías pero que no sabías que sabías”. Pero uno puede también recordar cierta página de Los enamoramientos. “La ficción”, dice allí un personaje, “tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da”.
En un ensayo bellísimo sobre Henry James, Conrad habla del novelista como historiador de las emociones. “La ficción es historia, historia humana, o no es nada”, dice allí. Y luego: “Un novelista es un historiador: el curador, el guardián, el expositor de la experiencia humana”. Así ocurre en Berta Isla, cuya clarividencia me ha recordado una vez más por qué la ficción, en manos de sus mejores practicantes, sigue siendo la única forma que tenemos los seres humanos de conocernos cabalmente: en todas nuestras dimensiones, con todos nuestros misterios y secretos, a través de todos nuestros velos.