Bestiario estival (V): Yolanda Díaz, la Gorgona bolchevique
El de la coleta le transformó el cabello en gruesas serpientes rubias, petrificadas con fijador Wella, que ella bate en los mítines para liberarse del peso del telón de acero
Está quieta, pero no vencida. No ha claudicado, sólo espera. Agazapada en su escaño, aguarda el turno que el materialismo histórico tiene deparado para ella. Es la Gorgona de manual. Su aspecto, como el de la Gorgona mayor, es fruto de un castigo por haber rivalizado con el que quiso asaltar los cielos. Él, sacerdote y profeta, devorador de comunistas, revisionistas y socialdemócratas, le alzó el brazo como sucesora y ‘regina’ del inframundo demoscópico a la izquierda de la izquierda. Pero ella, haciéndose la decapitada, acabó apoderándose del trono. Entró en el territorio pablista como un tanque del Pacto de Varsovia. En venganza por semejante sacrilegio, el de la coleta le transformó el cabello en gruesas serpientes rubias, petrificadas con fijador Wella, que ella bate en los mítines para liberarse del peso del telón de acero que aún se cierne sobre su cabeza como un halo. Sus atributos son comunes a los de las otras Gorgonas, aunque con variantes. Su aspecto terrorífico ha mutado de la estética del Hades a la versión empalagosa de la nueva lucha obrera, esa que se libra en las estanterías de Mercadona y las grandes superficies por las que ella se deja ver vestida de blanco. Estrella Roja, según Raúl del Pozo, antaño fue camarada Yolanda, hoy es la Motomami del politburó. Nacida de la estirpe gallega que ha dominado la vida política en Hispania desde hace más de un siglo, muestra una hibridación: sedoso pelaje caudillesco y pulso firme de los que no se sabe si suben o bajan la escalera. La Gorgona respeta a los suyos, prodiga arrumacos y reverencias, pero levanta el puño cuando conviene dejar claro quién manda. Imparte órdenes separándolas en sílabas, una modalidad de hipnosis que usan las maestras de parvulario —y los comisarios políticos de los jardines de infancia en Siberia—para ejercer la fuerza y mantener el poder. A sus otras dos hermanas, las gorgonas moradas, las petrificó sin miramientos con su mirada de palomita blanca. Pero no son sus bucles de terrario, tampoco sus ojos enormes de mirada frontal y mascarilla a prueba de agua lo más peligroso. Su rasgo más letal, como suele ocurrir con las criaturas de su tipo, es una sonrisa de barbie con esmalte bolchevique. La hacen parecen afable y siempre presta a la alegría y el consenso. Sonríe para atontar a sus presas, por eso el escudo de hojalata que usan para imitar el de metal pulido de Perseo apenas funciona con sus encantos de piolet. El semidios soviético de la Transición, el Carrillo mitológico que fumó en el Congreso el 23-F, le besó la mano siendo apenas una niña. Hija de un centauro sindical y sobrina de una ‘meira’ laboralista, fijó su despacho en Ferrol, aunque acabó como una de las guardianas que impiden el paso a los mortales al Hades de la carrera de San Jerónimo, esa frontera que separa a los políticos vivos de los políticos muertos. Aunque prefiere el blanco para el paño de sus ropas, el rojo carmín de sus labios esconde, cual cortina, los blancos y afilados dientes con los que habrá de sonreír y devorar a sus presas. La Gorgona bolchevique, como la original, no tiene descendencia. No hay delfín alguno que nade a su alrededor. Barbie liberada sindical, señora nuestra de las barricadas.