Biblioteca de la peste
La pandemia del Covid-19 nos invita –tanto por el aislamiento como por la ocasión– a evocar las obras de la literatura universal más emblemáticas de epidemias y pestes. Esta será una antología en construcción sobre la condición humana en semejantes crisis.
13 de abril de 2020
Thomas Mann, La muerte en Venecia (1912).
Hacía ya varios años que el cólera indio venía mostrando una tendencia cada vez más acentuada a extenderse. Nacida en los cálidos pantanos del Delta del Ganges, y llevada por el soplo mefítico de aquellas selvas e islas vírgenes, de una fertilidad inútil, evitadas por los hombres, en cuyas espesuras de bambú acecha el tigre, la peste se había asentado de un modo permanente, causando estragos inauditos en todo el Indostán; después, había corrido por el Oriente, hasta la China, y por Occidente hasta Afganistán y Persia. Siguiendo la ruta de las caravanas, había llevado sus horrores hasta Astracán y hasta el mismo Moscú. Y mientras Europa temblaba, temerosa de que el espectro entrase desde allá por la tierra, la peste, navegando en barcos sirios, había aparecido casi al mismo tiempo en varios puertos del Mediterráneo; había mostrado su lívida faz en Tolón, Palermo y Nápoles; había producido varias víctimas, y estallaba con toda su intensidad en Calabria y Apulia. El norte de la península había quedado inmune. Pero, a mediados de mayo, habían descubierto en Venecia, en un mismo día, los terribles síntomas del mal en los cadáveres ennegrecidos, descompuestos, de un marinero y de una verdulera. Estos casos se mantuvieron en secreto. Pero poco después se habían presentado diez, veinte, treinta casos más en diversos barrios de la ciudad. Un hombre de una villa austríaca, que había ido a pasar unos días en Venecia, había muerto en su tierra, al volver, mostrando síntomas indudables. De este modo habían llegado a la Prensa alemana las primeras noticias de la peste. Las autoridades de Venecia respondían que nunca había sido más favorable el estado sanitario de la ciudad, y tomaban las medidas más necesarias para combatir el mal. Pero podían estar infectados los alimentos; las legumbres, la carne, la leche.
La peste, negada y escondida, seguía haciendo estragos en las callejuelas angostas, mientras el prematuro calor del verano, que calentaba las aguas de los canales, favorecía extraordinariamente su propagación.
Hasta se hubiera dicho que la peste había recibido nuevo alimento, duplicado la tenacidad y fecundidad de sus bacilos. Los casos de curación eran raros. De cien atacados, ochenta morían del modo más horrible; pues el mal aparecía con extraordinaria violencia, presentándose casi siempre en la más terrible de sus formas: la seca. El cuerpo no podía siquiera expulsar las grandes cantidades de agua que salían de los vasos sanguíneos. A las pocas horas, el enfermo moría ahogado por su propia sangre, convertida en una sustancia pastosa como pez, en medio de espantosas convulsiones y roncos lamentos. Podía considerarse feliz aquel en quien, como sucedía a veces, el ataque, después de un malestar ligero, se le producía en forma de un desmayo profundo, del que ya nunca, o rara vez, despertaba. Desde principios de junio, se habían ido llenando silenciosamente las barracas aisladas del hospital civil. En los dos hospicios empezaba a faltar sitio, y había un movimiento inmediato hacia San Michele, la isla del cementerio. Sin embargo, el temor a los 41 perjuicios que sufriría la ciudad, las consideraciones a la Exposición de cuadros que acababa de inaugurarse, a los jardines públicos y a las grandes pérdidas que el pánico podía producir en hoteles, comercios y en todos los que vivían del turismo, pudieron más en la ciudad que el amor a la verdad y el respeto a los convenios internacionales. Las autoridades siguieron, pues, tercamente su política de silencio y negación. El funcionario sanitario superior en Venecia, una persona honrada, había dimitido lleno de indignación, siendo remplazado inmediatamente por otra persona menos escrupulosa y más flexible.
El pueblo sabía todo esto, y la corrupción de los de arriba, junto con la inseguridad reinante y el estado de agitación e inquietud en que sumía a la ciudad la inminencia de la muerte, habían engendrado cierta desmoralización entre las gentes humildes; los instintos oscuros y antisociales se habían sentido animados, de tal manera, que podía observarse un desorden y una criminalidad crecientes. Por las noches circulaban, contra la costumbre, muchos borrachos; se decía que a altas horas nocturnas las calles no ofrecían seguridad; se habían presentado casos de atracos y hasta graves delitos de sangre. En dos ocasiones se había comprobado que personas aparentemente fallecidas a consecuencia de la peste, habían sido, en realidad, víctimas del veneno de sus deudos, mientras la lujuria profesional tomaba formas desvergonzadas y degeneradas, que allí no se habían visto, y que sólo podían encontrarse en el sur del país o en Oriente.
7 de abril de 2020
Jack London, La peste escarlata (1912).
–En aquel tiempo los hombres hablaban entre sí a través de miles y miles de millas de distancia. Así fue como llegó a San Francisco la noticia de que una enfermedad desconocida se había declarado en Nueva York. En aquella ciudad, la más espléndida de toda América, vivían diecisiete millones de personas. De momento, la alarma no fue excesiva. Sólo habían tenido lugar unas pocas muertes. Sin embargo, según parecía, las defunciones habían sido rapidísimas. Uno de los primeros signos de esa enfermedad era que toda la cara y el cuerpo del que estaba atacado se ponían rojos.
–En el curso de las siguientes veinticuatro horas se supo que se había declarado un caso en Chicago, otra gran ciudad. Y, el mismo día, corrió la noticia de que Londres, la mayor ciudad del mundo después de Nueva York y Chicago, luchaba en secreto contra aquel mal desde hacía ya dos semanas. Las noticias habían sido censuradas… Quiero decir que se había impedido que circularan por el resto del mundo.
–La cosa parecía grave, desde luego. Pero nosotros, en California, lo mismo que en cualquier otra parte, no perdimos la cabeza. No había quien no estuviera convencido que los bacteriólogos encontrarían el modo de aniquilar el nuevo germen, lo mismo que habían encontrado en el pasado en los casos de los otros gérmenes.
–Lo que resultaba inquietante, sin embargo, era la rapidez prodigiosa con que aquel germen destruía a los humanos, y también el hecho de que la persona atacada por él muriera infaliblemente. Ni un solo caso de curación. En otros tiempos ya se había conocido la fiebre amarilla, una vieja enfermedad que tampoco resultaba nada apacible. Por la noche, cenaba uno con una persona que gozaba de buena salud, y, la mañana siguiente, si uno se levantaba lo bastante temprano, veía pasar el coche fúnebre que se llevaba al convidado de la víspera.
–La nueva peste era todavía más expeditiva. Mataba mucho más aprisa. A menudo no transcurría ni una hora entre los primeros síntomas de la enfermedad y la llegada de la muerte. Había casos en que el atacado resistía varias horas; pero había otros en que todo terminaba en diez o quince minutos de las primeras señales.
–Lo primero era que el corazón latía aceleradamente, y que aumentaba la temperatura corporal. Luego, una erupción de color rojo intenso se extendía como una erisipela por la cara y el cuerpo. Mucha gente no se daba cuenta de la aceleración de los latidos ni de la elevación de la temperatura, y sólo recibía la advertencia en el momento en que se manifestaba la erupción.
–Ordinariamente, esta primera fase de la enfermedad parecía acompañada de convulsiones; pero no parecían graves, y, cuando cesaban, aquel que las había superado volvía de repente a un profundo estado de calma. Entonces lo invadía una especie de entumecimiento que subía a partir del pie y del talón, alcanzaba la pierna, las rodillas, los muslos, el vientre, y seguía subiendo. En el instante mismo en que llegaba al corazón se producía la muerte.
–Ningún malestar ni delirio acompañaban ese entumecimiento progresivo. La mente permanecía clara y activa, hasta el momento en que el corazón se paralizaba y dejaba de latir. Otro detalle no memos sorprendente era la veloz descomposición de la víctima después de la muerte. Mientras uno la miraba, su carne parecía desagregarse, reducirse a pulpa.
–Fue esta última una de las razones de la rapidez del contagio. Los miles de millones de gérmenes del cadáver quedaban liberados instantáneamente. En estas condiciones era inútil la lucha de la ciencia. Los bacteriólogos morían en sus laboratorios en el instante mismo en que se iniciaba el estudio de la peste escarlata. Estos sabios eran unos héroes. En cuanto uno moría otro tomaba su lugar.
–Un sabio inglés consiguió, en Londres, aislar por primera vez el germen. Se telegrafió la noticia a todas partes, y todo el mundo cobró esperanzas. Pero Trask (así se llamaba el sabio) murió dentro de las treinta horas. Había sido encontrado el célebre germen, sin embargo, todos los laboratorios compitieron para descubrir el contragermen capaz de matar al de la peste escarlata. Todos estos esfuerzos fracasaron.
1 de abril de 2020
Mario Bellatin, Salón de belleza (1994).
En el Moridero pareciera que el mal atacara por oleadas. Hay temporadas en que el salón está vacío por completo. Esto sucede después de que todos los huéspedes mueren en un breve periodo de tiempo y no aparecen nuevos enfermos para reemplazarlos. Pero pese a todas las predicciones, esas épocas no son muy duraderas y nuevamente los futuros huéspedes tocan a la puerta del salón. Con una sola ojeada puedo predecir cuánto tiempo de vida tienen por delante. La actitud con la que llegan varía de acuerdo con su carácter. Casi todos están desesperados, pero algunos muestran signos de luz a pesar todo. Otros están derrotados por completo y a duras penas pueden mantenerse en pie. Una vez recluidos, yo me encargo de ponerlos a todos en un mismo estado de ánimo. Después de unas cuantas jornadas de convivencia logro establecer la atmósfera idónea. Se trata de una situación que no sabría cómo describir con propiedad. Logran el aletargamiento total, donde no le cabe a ninguno la posibilidad de preguntarse por sí mismo. Éste es el estado ideal para trabajar. Así nadie se involucra con ninguno en especial y se hacen más ligeras las labores.
[…]
Algunas veces muchachos jóvenes y vigorosos tocaron a las puertas. Aseguraban que estaban contagiados e incluso algunos llevaban consigo los resultados de los análisis que lo certificaban. Viéndolos en aquellas condiciones físicas era fácil imaginárselos semidesnudos, realizando ejercicios corporales o faenas en el mar. Nadie hubiera podido pensar que la muerte ya los había elegido. Aunque sus cuerpos estaban intactos, sus mentes ya habían aceptado la pronta desaparición. Querían ser huéspedes del Moridero. Se ofrecían incluso para ayudarme en la regencia. Yo tenía que sacar la misma vehemencia que mostraba frente a las mujeres que pedían hospedaje y decirles que regresaran meses después. Que no volvieran a tocar las puertas sino hasta cuando sus cuerpos estuvieran irreconocibles. Con achaques y la enfermedad desarrollada. Con esos ojos que yo ya reconocía. Sólo cuando no pudieran más con sus cuerpos les sería permitido entrar al Moridero. Sólo entonces podían aspirar a la categoría de huéspedes. Sólo entonces se ponían en juego las reglas que había ideado para el correcto funcionamiento del salón. Era sorprendente ver que ese tipo de huésped, el que había tocado la puerta sano para ser rechazado después, era el más agradecido con los cuidados. Incluso muchos elogiaban los acuarios, aunque dentro de las aguas no hubiera ya nada que llamara la atención.
27 de marzo de 2020
Richard Matheson, Soy leyenda (1954). Traducción de Jaime Bellavista.
He estudiado el germen. Sé cómo se reproduce. El organismo lucha, pero al fin el germen siempre gana. He empleado antibióticos, pero no sirven de nada. Es inevitable. Las vacunas no inmunizan tampoco en los casos avanzados. No se puede luchar contra los gérmenes y a la vez elaborar anticuerpos. Es así, créame. Si no los mato, tarde o temprano morirán, y entonces vendrán a buscarme. No hay más alternativa.
[…]
Continuó por el bulevar Compton hasta dejar atrás la gasolinera y las otras calles muertas. No se veía a nadie. Pero Neville sabía dónde estaban. El fuego aún ardía. Cuando estuvo más cerca se puso los guantes y la máscara de gas y se quedó mirando la oscura columna de humo que oscilaba sobre la tierra. Todo el campo, desde junio de 1975, era un gran pozo. Detuvo el coche y bajó rápidamente de un salto, ansioso por terminar cuanto antes. Abrió la puerta trasera, tiró de uno de los cuerpos y lo arrastró hasta el borde del pozo. Allí lo levantó y le dio un empujón. El cuerpo bajó rodando hasta el fondo ceniciento y humeante. Regresó a la furgoneta jadeando, a pesar de la máscara de gas. Empujó el otro cuerpo al pozo y tiró el saco de ladrillos y piedras, y se alejó de allí a toda prisa. Cuando se hubo alejado un kilómetro, se sacó la máscara y los guantes y los echó atrás. Abrió la ventanilla y se puso a respirar a bocanadas el aire frío. Sacó un frasco de la guantera y tomó un largo trago de whisky. Luego encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo. En ocasiones, debía ir todos los días al pozo, durante varias semanas, y siempre se sentía enfermo.
[…]
Dobló la esquina a unos sesenta kilómetros por hora y antes de cruzar la próxima bocacalle ya corría a más de noventa. El coche saltaba hacia adelante. La pierna tensa de Neville apretaba el acelerador a fondo. Las manos eran de hielo en el volante. Por el bulevar vacío y muerto alcanzó los ciento veinte kilómetros por hora: un impresio- nante rugido quebraba aquella opresiva quietud. La hierba del cementerio había crecido tan aprisa que ya se doblaba sobre sí misma, crujiendo bajo los pesados zapatos de Neville. No se oía más sonido que el de sus pisadas y el desafortunado canto de los pájaros. En un tiempo creí que cantaban porque todo estaba bien en el mundo, reflexionó Neville. Me equivoqué. Cantan porque son débiles mentales. Había recorrido diez kilómetros antes de descubrir a dónde se dirigía. Era raro cómo se lo había ocultado. En principio sólo estaba enfermo y deprimido y necesitaba salir de la casa. No se había dado cuenta de que iba a visitar a Virginia.
[…]
Pero al fin una mañana, por casualidad, como si fuese un asunto sin importancia, puso su trigésima séptima muestra de sangre bajo las lentes, concentró la luz, ajustó los espejos, y luego el diafragma y el condensador. Cada segundo parecía aumentar el ritmo de sus latidos, pues, de algún modo, intuía que ésta vez sí. El momento llegó. Contuvo el aliento. Allí, moviéndose delicadamente en la platina, había un germen. Te nombro vampiríis. Las palabras se le ocurrieron mientras miraba por la lente ocular. Consultó un texto de bacteriología y descubrió que una bacteria cilindrica era un bacilo, una varita protoplasmática que se movía en la sangre por medio de unos hilitos, proyecciones de la membrana celular. Estos flagelos agitaban vigorosamente el líquido ambiente y movían el bacilo. Durante un rato permaneció mirando el microscopio, incapaz de pensar o seguir adelante. Fuera lo que fuese lo que estaba allí, en la platina, era el origen del vampiro. Todos los siglos de superstición se desvanecían en aquel instante. Los científicos tenían razón entonces; se trataba de bacterias. Le había tocado a él, Robert Neville, de treinta y seis años, superviviente, completar la encuesta y descubrir al asesino: un germen dentro del vampiro.
23 de marzo de 2020
Albert Camus, La peste (1947)
Al día siguiente de la conferencia, la fiebre dio un pequeño salto. Llegó a aparecer en los periódicos, pero bajo una forma benigna, puesto que se contentaron con hacer algunas alusiones. En todo caso, al otro día Rieux pudo leer pequeños carteles blancos que la prefectura había hecho pegar rápidamente en las esquinas más discretas de la ciudad. Era difícil tomar este anuncio como prueba de que las autoridades miraban la situación cara a cara. Las medidas no eran draconianas y parecían haber sacrificado mucho al deseo de no inquietar a la opinión pública. El exordio anunciaba, en efecto, que unos cuantos casos de cierta fiebre maligna, de la que todavía no se podía decir si era contagiosa, habían hecho su aparición en la ciudad de Oran. Estos casos no eran aún bastante característicos para resultar realmente alarmantes y nadie dudaba que la población sabría conservar su sangre fría. Sin embargo, y con un propósito de prudencia que debía ser comprendido por todo el mundo, el prefecto tomaba algunas medidas preventivas. En consecuencia, el prefecto no dudaba un instante de la adhesión con que el vecindario colaboraría en su esfuerzo personal.
[…]
Había examinado al viejo y ahora se encontraba sentado en medio de aquel comedor miserable. Sí, tenía miedo. Sabía que en el barrio mismo, una docena de enfermos esperarían al día siguiente retorciéndose con los bubones. Sólo en dos o tres casos había observado alguna mejoría al sacarlos. Pero para la mayor parte el final era el hospital y él sabía lo que el hospital quería decir para los pobres. «No quiero que les sirva para sus experimentos», le había dicho la mujer de uno de sus enfermos. Pero no servía para experimentos, se moría y nada más. Las medidas tomadas eran insuficientes, eso estaba bien claro. En cuanto a las «salas especialmente equipadas», él sabía lo que eran dos pabellones de donde había desalojado apresuradamente a otros enfermos; habían puesto burlete en las ventanas, los habían rodeado con un cordón sanitario. Si la epidemia no se detenía por sí misma, era seguro que no sería vencida por las medidas que la administración había imaginado.
21 de marzo de 2020
Mary Shelley, El último hombre (1826)
[…] un relato lleno de exageraciones monstruosas, aunque basado en ella, empezó a circular entre la tropa. Se alzó un murmullo: la ciudad era presa de la plaga. Un poderoso mal había sometido ya a sus habitantes. La Muerte se había convertido en Señora de Constantinopla.
He oído describir una pintura en la que todos los habitantes de la tierra aparecen dibujados de pie, temerosos, aguardando la llegada de la muerte. Los débiles y decrépitos escapan; los guerreros se retiran, aunque amenazantes incluso en su huida; los lobos, los leones y otros monstruos del desierto rugen al verla; mientras, la siniestra Irrealidad acecha desde lo alto moviendo su dardo espectral, asaltante solitario pero invencible.
[…]
—No seas necia —exclamó Raymond airadamente—. ¿Tú también te dejas invadir por el pánico, como mis valientes soldados? Dime, te lo ruego, qué tiene de inexplicable algo que no es sino un hecho natural. ¿Acaso no visita la peste todos los años la ciudad de Estambul? ¿Qué asombro puede causar que en esta ocasión, cuando, según se nos dice, se ha producido con una virulencia sin precedentes en Asia, haya ocasionado estragos redoblados en la ciudad? ¿Qué asombro puede causar que, en tiempos de asedio, escasez, calor extremo y sequía, se haya cebado especialmente en la población? Y menos asombro aún despierta que la guarnición, sin poder resistir más, se haya aprovechado de la negligencia de nuestra flota para huir prontamente de nuestro asedio y captura. ¡No es la peste! ¡Por Dios que no lo es! No es la plaga ni el peligro inminente lo que nos lleva a abstenernos de hacernos con una presa fácil, como las aves que, en tiempo de cosecha, se asustan ante la presencia de un espantapájaros. Es vil superstición. Y así, la meta de los valientes se convierte en vaivén de necios; la noble ambición de personas elevadas, en juguete de esas liebres domesticadas. ¡Pero Estambul será nuestra! Por mis empeños pasados, por la tortura y la cárcel que por ellos sufrí, por mis victorias, por mi espada, juro —por mi esperanza de fama, por mis antiguas renuncias que ahora esperan recompensa—, juro solemnemente que estas manos plantarán la cruz en esa mezquita.
19 de marzo de 2020
Eugenio Montejo, Güigüe 1918
Ésta es la tierra de los míos, que duermen, que no duermen,
largo valle de cañas frente a un lago,
con campanas cubiertas de siglos y polvo
que repiten de noche los gallos fantasmas.
Estoy a veinte años de mi vida,
no voy a nacer ahora que hay peste en el pueblo,
las carretas se cargan de cuerpos y parten;
son pocas las zanjas abiertas;
las campanas cansadas de doblar
bajan y cavan.
Puedo aguardar, voy a nacer muy lejos de este lago,
de sus miasmas;
mi padre partirá con los que queden,
lo esperaré más adelante.
Ahora soy esta luz que duerme, que no duerme;
atisbo por el hueco de los muros;
los caballos se atascan en fango y prosiguen;
miro la tinta que anota los nombres,
la caligrafía salvaje que imita los pastos.
La peste pasará. Los libros en el tiempo amarillo
seguirán tras las hojas de los árboles.
Palpo el temblor de llamas en las velas
cuando las procesiones recorren las calles.
No he de nacer aquí,
hay cruces de zábila en las puertas
que no quieren que nazca;
queda mucho dolor en las casas de barro.
Puedo aguardar, estoy a veinte años de mi vida,
soy el futuro que duerme, que no duerme;
la peste me privará de voces que son mías,
tendré que reinventar cada ademán, cada palabra.
Ahora soy esta luz al fondo de sus ojos;
ya naceré después, llevo escrita mi fecha;
estoy aquí con ellos hasta que se despidan,
sin que puedan mirarme me detengo:
quiero cerrarles suavemente los párpados.
De: Eugenio Montejo, el viaje total. Antología.
Prólogo de Francisco José Cruz.
Monte Ávila, Caracas, 1996.
17 de marzo de 2020
Daniel Defoe, Diario del año de la peste (1722)
«El espíritu de contradicción y pelea, de difamación y vituperación, que ya antes había sido el gran perturbador de la paz de la nación, no cesó al mismo tiempo que la infección y no fue, por cierto, el menor de nuestros infortunios. Se decía que los restos de las antiguas animosidades era lo que nos había hundido a todos en el desquicio y la sangre. Entonces el gobierno recomendó paz a las familias y a los individuos, en todo el país y en toda ocasión. Pero nada. Tras la peste de Londres, quien hubiera visto la situación en que acababan de hallarse los habitantes, y lo tiernos que se habían vuelto éstos entre sí, prometiéndose que en el futuro sólo caridad tendrían y no se dirigirían más reproches, ese alguien, digo, habría pensado que por fin reinaría entre todos otro espíritu. Pero no fue posible. Las rencillas subsistieron. La Iglesia y los presbiterianos eran incompatibles. Tan pronto como la peste se acabó, los ministros católicos echaron afuera a los disidentes que habían ocupado el púlpito por ausencia de los titulares. Ninguna otra cosa podían esperar los disidentes de los católicos que verlos caer sobre ellos y aplastarlos bajo sus leyes penales; mientras estuvieron enfermos, aceptaron sus prédicas, pero ahora, ya sanos, volvían a perseguirlos.»
[…]
«Estamos en que, como he dicho, la peste se desató y los magistrados comenzaron a pensar seriamente en el estado de la población. Sobre qué hicieron por el bien de los habitantes y de las familias infectadas, dejaré que hablen los hechos mismos. Pero en lo que se refiere a la salud pública, conviene señalar aquí que, viendo la estupidez del populacho que corría hacia la locura detrás de curanderos, charlatanes, brujos y adivinos, el Lord Mayor, un caballero muy sobrio y religioso, designó médicos y cirujanos para aliviar a los pobres –quiero decir a los enfermos pobres–, y en especial ordenó al Colegio de Médicos la publicación de instrucciones acerca de remedios baratos para todas las instancias de la enfermedad. La verdad es que esta fue una de las cosas más caritativas y juiciosas que se pudieron hacer en aquel tiempo, pues contribuyó a que la gente no se agrupara frente a las puertas de los dispensadores de recetas, y a que no tomara ciegamente y sin consideración pócimas que daban purga y muerte en lugar de vida.»
[…]
«No se supondrá que menoscabo la autoridad o la capacidad de los médicos, cuando digo que la violencia de la enfermedad, al llegar a su clímax, fue como la del fuego del año siguiente. El fuego, que consumió todo lo que la peste no había podido tocar, desafió a todos los remedios: las bombas de incendio se rompieron, los cubos fueron desechados, y el poder del hombre se vio desbaratado y arrojado a su fin. Del mismo modo, la peste desafió toda medicina; hasta los médicos fueron atrapados por ella, con sus protectores sobre la boca; deambulaban prescribiendo a otros e indicándoles qué hacer, hasta que las señales los alcanzaban y caían muertos, destruidos por el enemigo contra el que batallaban en los cuerpos de otros. Tal fue el caso de varios médicos, entre los que se contaran algunos de los más eminentes, y el de varios de los cirujanos más hábiles. También perecieron muchos curanderos que cometieron la tontería de confiar en sus propias recetas, cuya ineficacia necesariamente deberían conocer; como a otros ladrones, conscientes de su culpabilidad, les hubiera convenido más huir de la justicia, sabiendo que solo podían esperar un castigo acorde con sus merecimientos.»
Diario del año de la peste (A Journal of the Plague Year), de Daniel Defoe, se publicó por primera vez en marzo de 1722.
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