CulturaLiteratura y Lengua

Borges y el otro

Borges solía regalarle su ropa vieja a un mendigo que leía a Borges. Cuando el mendigo iba a su casa en los inviernos nunca traspasaba el antejardín. Se limitaba a tocar el timbre y Borges salía hasta la calle a entregarle unos trapos gastados y a cruzar con él un par de palabras, al tiempo que buscaba en sus bolsillos unas cuantas monedas.

Después de aceptar la limosna, el mendigo se alejaba y Borges descubría que aquel hombre se amparaba del frío con el sobretodo que él solía ponerse años atrás. También llevaba puestos unos pantalones plisados que, a pesar de las arrugas, conservaban una elegante caída. Al bajar la mirada, Borges notaba que los viejos zapatos que él daba por inservibles le calzaban perfectamente a ese hombre que de repente se perdía entre los árboles. Mientras entraba a su casa, Borges lamentaba la suerte del indigente: el mendigo había sido un bibliotecario que fue a parar a la calle a causa de sus desventuras. Por fuera, alguien podría pensar que aquel mendigo era el mismo Borges, porque las vibraciones de esos trapos viejos que alguna vez fueron el refugio de un cuerpo borgiano ahora eran refugio de otro cuerpo: de otro que leía a Borges.

Aunque vivía lejos, el mendigo trabajaba de lunes a viernes en la puerta de una iglesia de Palermo. En una ocasión, Borges se detuvo a contemplarlo. El mendigo estaba sentado en unas escaleras leyendo El Aleph. Borges notó que el pordiosero no sólo llevaba la corbata marrón que tanto le gustaba en una época, sino que, además, vestía un traje que Leonor, su madre, le había comprado en Italia. Al ver su ropa puesta en el cuerpo del mendigo, Borges entendió, como Spinoza, que todas las cosas quieren perseverar en su ser.

 

 

 

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