Democracia y PolíticaViolencia

Brasil luego del 8 de enero

Tras lo sucedido en Brasilia, Lula ha intentado calmar los ánimos y las instituciones de justicia buscan dar una respuesta contundente. Para algunos bolsonaristas, mientras, aquello fue solo el principio.

La última vez que Brasil se vio amenazado por un levantamiento fue el 1 de abril de 1964, cuando las fuerzas armadas derrocaron al gobierno electo de João Goulart e instauraron una dictadura que duró hasta 1985.

Desde entonces, la democracia brasileña se ha fortalecido, o al menos se ha sostenido y ha hecho frente a las crecientes amenazas. Hasta hace poco, la mayor había sido el gobierno de Jair Bolsonaro, con miles de muertos durante la pandemia –causados en buena medida por el negacionismo científico del gobierno–, declaraciones y medidas antidemocráticas y la incitación a la violencia que se tradujo en la presencia de grupos en las calles amenazando a las instituciones.

Bolsonaro ha amenazado persistentemente a periodistas, ha incitado a sus partidarios a atacar a la prensa y su discurso de odio contra las minorías ha hecho que estas teman por sus vidas. En plenas elecciones, a finales de 2022, los partidarios del presidente decidieron pasar de las palabras a los hechos, atacando e incluso asesinando a simpatizantes y partidarios del entonces candidato de la oposición, Luís Inácio Lula da Silva.

Tras la derrota de Bolsonaro, sus partidarios se radicalizaron aún más. Hubo bloqueos carreteros, un intento de invadir la sede de la Policía Federal el 12 de diciembre del año pasado, y una ocupación de los alrededores de cuarteles del ejército por bolsonaristas que acampaban y exigían que el gobierno democráticamente electo de Lula da Silva fuera derrocado en un golpe militar.

El propio Bolsonaro, temeroso de ser detenido, huyó del país a Orlando, Florida. Pero sus seguidores no abandonaron el radicalismo.

El 8 de enero, miles de partidarios de Bolsonaro decidieron seguir el instructivo de Donald Trump, estrecho aliado del ahora expresidente, y lanzar un nuevo ataque contra el centro del poder político de Brasil.

Si en Estados Unidos ocuparon el Capitolio, en Brasil los terroristas –así llamados por la prensa y el propio Tribunal Supremo–, invadieron, saquearon, robaron obras de arte y destrozaron el Congreso Nacional, el Tribunal Supremo y el Palacio Presidencial. Por suerte, la invasión tuvo lugar un domingo, cuando no había actividad.

La similitud entre los hechos de Brasilia y los de Estados Unidos también se encuentra en el hecho de que ninguno de los dos líderes, Bolsonaro y Trump, tuvo que tomar la iniciativa, ni siquiera dar una orden. El líder no es el instigador que toma la iniciativa, sino alguien que, en la percepción de sus partidarios, vendrá después a resolver el problema.

Las escenas de salvajismo fueron posibles gracias a la connivencia del gobierno del Distrito Federal, donde se encuentra Brasilia, las fuerzas policiales y las fuerzas armadas, que apenas disimulan su simpatía por el expresidente ultraderechista. Mientras los terroristas invadían las instituciones, era posible ver a policías sonriendo, haciéndose fotos y confraternizando con los golpistas. Simultáneamente los periodistas que se encontraban en el lugar eran atacados, agredidos, les robaban las cámaras e incluso los mantenían cautivos.

Solo cuando la destrucción ya era completa –y cuando armas y documentos clasificados de la Agencia Brasileña de Inteligencia habían sido robados– las fuerzas de seguridad se movilizaron para expulsar a los terroristas.

El gobernador del Distrito Federal, Ibaneis Rocha, llegó a pedir disculpas por la falta de actuación de su policía y exoneró a su secretario de Seguridad, Anderson Torres (quien fue ministro de Justicia de Bolsonaro). Sin embargo, el procurador general pidió su detención, mientras que el juez del Tribunal Supremo Alexandre de Moraes decidió destituir al gobernador por 90 días. Lula nombró a un interventor federal por 30 días para cuidar de la seguridad en el Distrito Federal.

Durante los eventos, Torres estaba en Florida visitando a Bolsonaro. No podría ser más simbólico. El 14 de enero volvió a Brasil y fue detenido.

A pesar de que todo fue grabado –tanto por periodistas como por los propios terroristas, que incluso transmitieron en directo sus crímenes por las redes–, los partidarios de Bolsonaro negaron haber hecho algo malo.

Diputados de extrema derecha y otros políticos cercanos a la familia Bolsonaro han expresado su apoyo a las protestas. Todos pueden ser procesados y encarcelados, según el ministro de Justicia Flávio Dino, junto con los responsables de financiar los actos antidemocráticos y, desde luego, quienes participaron en ellos.

Según Felippe Ramos, analista político y doctorando en sociología por la New School for Social Research, hasta que no se demuestre la participación de Bolsonaro o de aliados cercanos e individuos en altos cargos de poder, lo ocurrido puede ser calificado de “insurgencia extremista”.

“El golpe de Estado requiere por definición la acción de un grupo desde dentro del Estado. Hoy existe un grupo organizado bajo banderas extremistas y golpistas que utiliza la violencia de baja intensidad y la fuerza (sin armas de fuego) para imponer una voluntad antidemocrática y contra las instituciones”, explicó.

Agregó que “si se comprueba la cadena de mando que lleva a estos grupos, lo que creo que ocurrirá, y llega hasta Jair Bolsonaro, entonces técnicamente sería un intento de golpe de Estado”.

El sociólogo Celso Rocha de Barros afirma tajantemente que “Bolsonaro fue golpista desde el principio y pasó cuatro años diciendo a sus partidarios que hicieran exactamente lo que hicieron hoy. Este despliegue fascista lleva años gestándose”.

Lula fue elegido como candidato de un Frente Amplio compuesto por partidos que van de la extrema izquierda a la centroderecha, y tras ser elegido consiguió incluso el apoyo de partidos más cercanos a Bolsonaro. Sin embargo, la gobernabilidad no es sencilla y a la dificultad que tendrá para mantener contentar a esa amplia base se suma la desconfianza del ejército y de las fuerzas de seguridad en todo el país, que poco han disimulado su simpatía por Bolsonaro.

Buscando ampliar su poder sobre las fuerzas de seguridad, Lula reemplazó a 26 jefes regionales de la Policía Federal de Carreteras (que durante las protestas que ocurrieron poco después de la derrota de Bolsonaro actuó en complicidad con actos antidemocráticos en las carreteras) y cambió la dirección de la Policía Federal en 18 estados. También fueron despedidos al menos 140 militares de distintos organismos vinculados a la Presidencia, como el Gabinete de Seguridad Institucional, responsable de la protección presidencial. En una entrevista con el diario O Estado de São Paulo, Lula dijo que había “perdido la confianza” en algunos militares, una declaración que fue mal recibida en los cuarteles.

Cuál será el impacto final de las protestas es aún difícil de predecir, pero está claro que lo ocurrido en Brasilia es una muestra de la fuerza de Bolsonaro y de su ideólogo, Olavo de Carvalho, fallecido el año pasado, entre una parte nada desdeñable de la población y de las fuerzas de seguridad.

Es posible que estemos no ante el punto cumbre de un proceso que podría desembocar en un golpe de Estado, sino al inicio del mismo, con empresarios financiando actos terroristas, con políticos de extrema derecha incitando a la violencia a través de las redes sociales, y con la connivencia de las fuerzas de seguridad.

Al menos esa es la percepción entre los diversos grupos radicales: que lo del 8 de enero fue solo el principio. Si el ejército no se sublevó en ese momento, piensan, es porque no hubo suficiente presión, y corresponde a los “patriotas” ampliar las acciones para forzar el derrocamiento del gobierno.

Por parte del gobierno y de las instituciones se requiere una respuesta inmediata y dura.

Lula ha intentado calmar los ánimos, mientras que el Tribunal Supremo ha dictado órdenes de detención contra los agentes que no actuaron y todos los implicados en los actos golpistas.

Al tiempo, se busca a quienes los financiaron. Debe seguir su detención, la confiscación de bienes para pagar los daños, el seguimiento y cierre de las redes pro-Bolsonaro y la apertura de procesos contra quienes inciten a la agitación social. Enseguida, un profundo proceso de desradicalización, sin espacio para amnistías ni tolerancia con quienes intenten dar un golpe. Esto incluye traer a Bolsonaro de vuelta a Brasil y procesarlo.~

 

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