Britannia, Britannia
I
Quisiera comenzar esta nota con dos recuerdos: el primero, el de una conocida inglesa que hace aproximadamente 20 años, y con gran sacrificio y ahorro, se compró una pequeña casa al norte de Londres. Cuando hablaba sobre los diversos arreglos, las esperanzas puestas en un futuro mejor, la felicidad de sentirse propietaria, su rostro se iluminaba. Como buena británica, uno de los aspectos más atractivos de la propiedad era que tenía un pub a pocos metros de distancia; mi amiga incluso me contaba con gozo anticipado sus futuras idas a ver los partidos de la selección de fútbol en el pub, con amigos.
Pasados varios meses, le pregunté cómo lo estaba pasando en su nuevo hogar. Para mi sorpresa, el rostro no mostraba mucho entusiasmo; al contrario, más bien ofrecía resignación. Al preguntarle el porqué, su respuesta fue: “fui al pub con unas amigas a ver el juego Inglaterra-Polonia, y resultó que el lugar parecía no estar ubicado en Londres, sino en Varsovia. Todo el bar estaba lleno de polacos”. De hecho, ya se había dado cuenta de que ella era una de las pocas personas nativas de Inglaterra residentes en la cuadra. Se sentía como una extranjera en un país extraño.
El segundo recuerdo es el de una foto en una nota de prensa: una viejita sentada en un pub, en sus manos una pinta (568 mililitros) de cerveza, con la siguiente leyenda: “los británicos reaccionan con malestar ante el intento de Bruselas de normar los tipos de vaso de cerveza en toda la Unión Europea”.
La misma reacción se había generado cuando -otra vez desde Bruselas- se habían dado indicaciones de querer eliminar el “double decker”, el tradicional modelo de autobús público, de dos pisos, tan inglés como el Yorkshire pudding.
Con el transcurrir de los años, “Bruselas”, sede de buena parte de las instituciones europeas, se ha convertido en sinónimo de la peor burocracia posible; una burocracia formada por “expertos” que gozan de buenos sueldos, y que –y esto, para un británico es fundamental– no ha sido electa por voto popular. Por lo tanto, la pregunta, por décadas, ha sido frecuente en el Reino Unido (y en otros lugares de Europa): ¿Por qué unos señores no electos, o sea sin legitimidad sustantiva, quieren decidir sobre la forma en que llevo mi vida?
II
Una de las razones del triunfo del “Brexit” (la salida del Reino Unido de la Unión Europea), es claramente cultural. Los problemas de inmigración, el temor a una “invasión extranjera” (como la anécdota de mi amiga), unido ello al antiguo malestar existente con minorías provenientes de las naciones miembros del viejo imperio, fueron sin duda razones poderosas para mover a una parte de la ciudadanía a votar por la salida. Pero hay que entender que la relación histórica de los isleños con el continente siempre ha sido “especial”.
Luego de siglos de guerras, de muchos intentos- y algunos logros- de invasión, por parte, por ejemplo, de los vikingos, pasando por los romanos, luego los normandos, para concluir en los fracasos de Felipe II (y su muy hundida “Armada Invencible”), Napoleón Bonaparte y Adolfo Hitler, los británicos siempre se han enorgullecido de su “britanidad” (britishness), que es una manera de destacar sus diferencias: por algo manejan por la izquierda y no por la derecha, tuvieron por siglos un sistema monetario y de pesas y medidas distinto, e incluso resistieron –afortunadamente- los llamados a integrarse en esa aventura apresurada de la moneda única, el euro.
Las memorias histórica y literaria, siempre poderosas, los coloca en guerras perennes con sus vecinos del sur. En la pluma de sus escritores, de sus poetas, con William Shakespeare a la cabeza, los vemos triunfando en Crecy, en Agincourt, en Waterloo y Trafalgar (todas contra los franceses), yendo al continente cada cierto tiempo a ayudar a arreglar los asuntos -o mezclarse interesadamente en ellos- de franceses contra alemanes, de todos contra Rusia, en defensa de Bélgica o de Polonia, etc. No olvidemos especialmente las dos guerras mundiales, que tienen entre sus resultados a centenares de miles de soldados británicos (y australianos, neozelandeses, canadienses, sudafricanos, etc.) enterrados en el continente, sobre todo en Francia.
Destacaba siempre, en su estrategia frente al mundo, su orgulloso dominio de los mares, garante fundamental de su supervivencia. Parte importante de su impronta histórica y cultural, de su imaginario histórico, se vincula a ello. Sin tal dominio, no habría existido nunca el Imperio.
Una muy original versión de un canto tradicional: «Rule Britannia» –cuyo coro afirma: «Britannia gobierna, gobierna las olas, los británicos nunca seremos esclavos»-. En la gala final del ya tradicional festival musical anual (todos los veranos, desde 1895), «The Proms», en el Royal Albert Hall de Londres (2009). Canta la mezzo-soprano Sarah Connolly, vestida en un uniforme naval de la era del almirante Nelson y la batalla de Trafalgar:
Encima de todo ello, la nostalgia de una sociedad y un liderazgo que por mucho tiempo, incluso después de la Segunda Guerra Mundial, no se resignaban a la pérdida de un pasado imperial. Carencias de ese tipo afectan sin duda alguna la identidad de toda nación, la vuelve más tenue y dudosa, lo cual a su vez puede dar origen a diversas formas, la mayoría negativas, de nacionalismo.
Tan amantes del pasado, ambos sectores en conflicto ignoraron el mensaje del canto religioso más popular de Inglaterra, “Jerusalem” (tan popular que en toda encuesta sobre cuál debería ser el himno inglés -que no existe- esta melodía está siempre entre las favoritas). En palabras del poeta William Blake: “I will not cease from Mental Fight, / Nor shall my Sword sleep in my hand: / Till we have built Jerusalem, / In England’s green & pleasant Land” (no cesaré de luchar con mi pensamiento, ni se dormirá mi espada en la mano, hasta que hayamos construido Jerusalén en la tierra verde y apacible de Inglaterra”.)
«Jerusalem» y el himno británico, «God Save the Queen», también en una gala final de «The Proms», en el Royal Albert Hall de Londres (2012):
Esa utopía paradisíaca, esa promesa de futuro, no se puede construir desde el aislamiento.
III
El jueves 23 de junio, a las 11:35 pm, hora de Caracas, en la BBC “declararon” la victoria de la opción “Leave”. Yo había perdido toda esperanza, al menos desde las 9:00 pm, cuando los analistas afirmaban que las posibilidades del ‘remain” dependían de los votos de Escocia y de Londres. Porque por cada vez que llegaban resultados de ambas partes (Glasgow fue una gran victoria para la permanencia), el resto de la geografía se llenaba de banderitas azules del “leave”. Incrédulo veía como ciudad tras ciudad, distrito tras distrito –Wolverhampton, Blackpool, Warwickshire, Swindon, Luton- en Gales e Inglaterra se producía una sonora despedida, con las mayorías ciudadanas cantando su particular versión del siglo XXI del “auld lang syne”, la canción escocesa basada en un famoso poema de Robert Burns.
El efecto sobre la clase política británica ha sido ciertamente devastador. Los dos grandes partidos salen muy tocados. Los Conservadores, materializaron por fin una división práctica que viene cocinándose desde hace varias décadas. Ni siquiera la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, pudo controlar los humores diversos entre los tories euroescépticos y los eurófilos. Y su gobierno, desde el inicio, fue un buen ejemplo de las incomprensiones europeas ante los reclamos británicos por un trato que consideraban injusto (con un ejemplo egregio en las políticas en materia agrícola, vergonzosamente diseñadas para generar grandes beneficios a Francia).
En realidad, en contra de lo que algunos afirman, la presencia británica en las instituciones europeas –intentada por primera vez, y vetada por Francia, durante el gobierno conservador de Harold McMillan, en 1963-, fue una empresa tanto para Conservadores como Laboristas centrada sobre todo en intereses nacionales, más que en la búsqueda de una nueva política exterior. Para McMillan y los Tories (incluso en sucesivos gobiernos conservadores como los de Edward Heath y Margaret Thatcher), lo importante fue siempre conseguir la mejora de la economía británica, y poner contra la pared a los Laboristas. Estos últimos solo llegaron a reconciliarse con posturas pro-europeas luego del Tratado de Maastricht de 1992 (que logró el efecto contrario en sus rivales).
Margaret Thatcher, recién electa líder del partido Conservador, apoyando la permanencia en la comunidad europea, en el referendo promovido por el gobierno Laborista de Harold Wilson, el 5 de junio de 1975. Un 67% votó a favor de la permanencia.
Un consenso fundamental en materia de política exterior británica, definido por los Conservadores y luego respetado por los Laboristas, fue siempre el mantenimiento de la relación especial con los Estados Unidos. Y el socio al otro lado del Atlántico apoyaba la entrada de los británicos en la comunidad europea como un medio eficaz para acercar a los distintos aliados en la lucha contra la URSS.
La realidad es que la relación Reino Unido- Europa fue un matrimonio con poco amor pero mucha conveniencia.
¿Por qué Cameron, Corbyn y demás defensores del “Remain” se remitieron a datos económicos, al mensaje tecnocrático, en lugar de citar a grandes primeros ministros que en su momento defendieron con argumentos tanto racionales como emocionales la unidad con Europa, a pesar de todos los intereses, las tensiones y divergencias, como Winston Churchill, Harold McMillan o incluso Margaret Thatcher?
Como era de esperarse, y es costumbre en dichas comarcas, el primer ministro derrotado anunció su renuncia y salida, en la próxima convención partidaria de octubre. Es obvio (claro, menos para los políticos latinoamericanos): los ciudadanos hablaron, se produjo un cambio profundo, y la nueva ruta, sin duda plena de dificultades, la debe conducir un nuevo líder que haya estado de acuerdo con la salida. Dentro de los tories se mencionaba el nombre de Boris Johnson, ex-alcalde de Londres, y vocero notorio de los euroescépticos; afortunadamente, Johnson se ha retirado de la contienda. Hoy, se barajan diversos nombres, destacándose los de Theresa May, actual secretaria del Interior (por los eurófilos), y Andrea Leadsom, secretaria de energía, y Michael Gove, secretario de justicia (por los euroescépticos). En una primera votación del grupo parlamentario May recibió 165 de 329 votos; Andrea Leadsom se posicionó como segunda, al sumar 66 votos, y Gove tercero con 48. Habrá una nueva votación, el martes 12, para seleccionar a dos finalistas, que iniciarán una campaña interna para que los militantes (150.000) escojan al reemplazo de David Cameron el próximo 9 de septiembre. Una encuesta divulgada hoy por la fima YouGov sugiere que May, de 59 años, no es solo la candidata favorita entre los diputados conservadores, sino también entre la militancia de la formación, que la apoyaría con el 63 % de los votos, según ese sondeo.
Los laboristas, que se la jugaron completa, vieron como en distritos electorales obreros, donde un candidato laborista ha ganado por décadas la diputación, los votantes se rebelaron y votaron contra la línea del partido. Para colmo, su líder, el muy cuestionado Jeremy Corbyn, notoriamente hizo campaña con desgano, empleándose a fondo solo en los días finales, y eso porque los reclamos eran generales. Han comenzado los pedidos para su renuncia, e incluso ha perdido una moción de confianza en su fracción parlamentaria, pero el hombre está pegado a la silla.
Mientras, escoceses e irlandeses del Norte (que votaron mayoritariamente por quedarse) amenazan rebelión e incluso independencia.
El mensaje para toda la clase política es repetitivo, incluso cansón, porque está dándose país tras país, continente tras continente. En palabras de un diputado laborista entrevistado en la BBC: “no estamos oyendo los mensajes de la gente”; y el de un colega conservador completa el círculo infernal: “es que ya no nos creen”. Y es que son élites que no ejercen de ello, salvo de nombre. Una elite que olvidó que la política debe ser aconsejada, pero nunca gobernada por expertos.
Ya Hannah Arendt había alertado del peligro de una política puesta exclusivamente en manos de “expertos”. En economía, en mercadotecnia, en encuestas, en todo menos en lo esencial: el servicio al bien común. En su obra “On Violence” (Sobre la Violencia), ella destaca que estos arrogantes y confiados expertos caen víctimas de la “falacia de la abstracción”; por ella, permiten que su inteligencia los aleje del mundo real, de los problemas de los ciudadanos. Y si sus afirmaciones y sus teorías son contradichas por la realidad, por los hechos duros, hay que ignorarla, suprimir los hechos, ya que tal realidad sin duda alguna terminará reflejando la brillantez y seguridad de sus análisis. ¿Se darán cuenta algún día que lo que la gente viene diciendo en todo el mundo es que las teorías y praxis tecnocráticas están produciendo dolor, disonancia, y destrucción de vidas humanas?
Tiene razón Moisés Naím, en una reciente nota, al afirmar que “los hechos y los datos no importan. Emociones e intuiciones guían las decisiones de millones de personas”, para luego afirmar, en defensa de los expertos, que “como pronto descubrirán los británicos, guiarse solo por las emociones y las intuiciones e ignorar la realidad inevitablemente resulta en un inmenso sufrimiento humano.”
Pero Naím olvida que los que están despreciando la realidad son los políticos que ceden control a los supuestos expertos, y que los ciudadanos son sus víctimas.
Un dato a considerar por esencial: no es que el nacionalismo y la xenofobia son las causas de las derrotas del statu quo, es que las fallas continuadas, por años, de los actores del statu quo son las que han producido una indignación general que se está refugiando tras los cantos de sirena del neopopulismo y del nacionalismo extremos.
IV
Debido a lo anterior, no puede haber cuestionamiento al Reino Unido y la decisión de sus ciudadanos sin un cuestionamiento sincero del continente y sus políticas. En palabras recientes de Joan Manuel Serrat, durante una entrevista a El País: “Algo habremos hecho mal para que (Europa) haya perdido tanto en valores que Europa siempre proyectó y que desaparecen víctimas del egoísmo y del miedo a lo distinto, al pobre. El miedo que nos manipula. En lugar de puentes hay barreras, fronteras en vez de caminos.”
¿Dónde estuvo, a lo largo de la campaña electoral del Brexit, un renovado mensaje europeísta? Del continente solo venían amenazas, ofrecimiento de castigos, el miedo privilegiado sobre la evidencia, prejuicios victoriosos sobre el recto juicio. Una auténtica vergüenza, que habla a gritos de la calidad del actual liderazgo político continental.
¿Dónde se quedaron los mensajes que inspiraron la creación europea, los ejemplos de los liderazgos de Konrad Adenauer, de Alcide De Gasperi, de Robert Schuman, de Jean Monnet, de los padres de Europa?
Se ha repetido el presagio escrito por el poeta W. B. Yeats en 1913, cuando los liderazgos europeos seguían una política suicida que conduciría a los centenares de miles de muertos de la Primera Guerra Mundial: “Los mejores carecen de convicciones, mientras los peores están llenos de una intensidad apasionada”.
Los sueños iniciales de una Europa unida se han convertido en tablas estadísticas. Por ello, entre los grandes ausentes del Brexit estuvieron los verdaderos ejemplos de la grandeza de Europa -su impresionante legado humanístico- que solo han quedado para ser citados según la conveniencia del caso: Aristóteles, Erasmo, Montaigne, Leonardo, Miguel Angel, Dante Alighieri, William Shakespeare, Cervantes.
Y para no quedarnos en el pasado, ¿por qué no se acudió a la palabra de los grandes intelectuales europeos de hoy, europeos por universales y universales por europeos, y que yo ejemplificaría en George Steiner? En una reciente entrevista, afirmó:
“Creo que Europa está muy fatigada… Quizás estamos entrando en una gran época de irrisión y de escarnio”. Cómo no estar de acuerdo.
Si los votantes del Reino Unido se equivocaron ¿qué puede decirse de las mediocridades que usurpan el papel de líderes, de su guerra de mentiras y exageraciones, toda una auténtica celebración de la ignorancia? ¿Por qué permitieron que la campaña se convirtiera en una moderna cacería de brujas y de herejes? (con la diferencia que hoy los condenados son todos extranjeros.)
Es ciertamente problemático poder explicar –y para ello hay que ir más allá de los campos de la política y la economía- a todos esos votantes mayores de 50 años, de clase baja, que votaron por la salida engañados y manipulados en sus sentimientos, emociones y recuerdos, que no es verdad, que es una mentira del tamaño del antiguo imperio británico que en un mundo globalizado ellos tienen más en común con un compatriota británico de clase alta y educación universitaria, que con un español como ellos mayor de 50 años, también de clase baja.
En medio del desacierto, comienzan las negociaciones con Bruselas, no tanto acerca de la salida sino sobre cómo serán las relaciones luego de la misma. Hay muchas posibilidades, siendo la más suave una alternativa como la noruega, que permitiría el acceso de los productos británicos al mercado común a cambio de un libre tránsito de los ciudadanos de la comunidad y una contribución a su presupuesto (ayudaría asimismo a aliviar las tensiones de Londres con Escocia e Irlanda del Norte). En el otro extremo, la ruptura total, implica que los productos británicos pierdan el acceso especial al mercado que le compra casi la mitad de sus exportaciones.
Al final, los sueños prometidos están convirtiéndose en pesadillas: Cornwall, que votó firmemente por la salida, ya está exigiendo al gobierno que la “proteja” y compense por la pérdida de la masiva ayuda que recibía de la UE, y de la que he dependido por muchos años. Y es que detrás de los engaños de la campaña del Brexit, está el conveniente olvido de que (como afirma Andrew Salomon en The New Yorker) el internacionalismo no es un programa de caridad diseñado a salvar hordas extranjeras, sino un reconocimiento pragmático de que el destino de las naciones está siempre interconectado, y que la exclusión a menudo golpea tanto a quienes excluyen como a los que son excluidos.
Gran Bretaña, una isla con muchas razones para estar orgullosa de su pasado, está comenzando a descubrir que no hay isla lo suficientemente poderosa para vivir sin colaboración estrecha con el resto del mundo. Vivir, en el mundo del siglo XXI, es con-vivir.