Busán 2025: El espejo de un mundo en disputa

El mundo que recibe la cumbre de APEC 2025, no es el que conocieron los fundadores del foro en los albores de la globalización acelerada. En aquella era, el comercio transpacífico, la liberalización de inversiones y la expansión de las cadenas de valor parecían los transmisores puros de prosperidad compartida. Pero hoy, esas mismas dinámicas se han vuelto armas, instrumentos de poder y focos de rivalidad, y esa reunión que Corea del Sur actuó como un espejo en el que se reflejan las divisiones, los equilibrios momentáneos y los nuevos frentes del sistema internacional.
Comprender esta reunión de la APEC exige remontarse al pasado cercano para comprender “de dónde venimos”. El foro se creó para fomentar la integración económica en el Pacífico: reducir barreras, facilitar la inversión y lograr una comunidad de crecimiento. En este otoño 2005, en Busan, Corea del Sur, los miembros de APEC adoptaron la llamada Declaración de Gyeongju que contiene los lineamiento generales para alcanzar las metas de libre comercio e inversión, que el documento final establece.
Si bien es cierto que fue un momento de optimismo porque se creía que las economías del Pacífico avanzarían de forma conjunta hacia una mayor apertura, interdependencia y estabilidad, también lo es que ese relato no quedó inmune a los cambios estructurales.
Durante la siguiente década y media, emergieron tensiones que alteraron la lógica de aquella integración: la ascensión de China como potencia tecnológica y exportadora; la aparición de cadenas de suministro vulnerables; la militarización económica y la instrumentación estratégica de lo que hasta entonces se entendía como un comercio limitado a lo económico, sin proyección política o estratégica.
A ese proceso se suma un factor menos visible pero igual de determinante: la inestabilidad financiera que el mundo arrastra desde la crisis de 2008.
Aunque las políticas monetarias expansivas y los rescates financieros evitaron un colapso total del sistema, también inauguraron una era de desequilibrios permanentes, marcada por endeudamiento estructural, burbujas especulativas y dependencia de la liquidez. Ese trasfondo económico ha condicionado la manera en que las potencias entienden el poder y la interdependencia. La expansión tecnológica, particularmente en inteligencia artificial, automatización y digitalización, surgieron, en parte, como intento de recomponer productividad y competitividad, pero terminó generando nuevas asimetrías y tensiones.
En Busan, esta relación entre finanzas y tecnología adquiere un sentido estratégico: los países ya no compiten solo por mercados o recursos, sino por quién controla las infraestructuras digitales y los flujos de datos que sostienen el nuevo capitalismo global. El resultado es un mundo donde la innovación opera sobre cimientos financieros frágiles, y donde cada avance tecnológico está inevitablemente atravesado por el riesgo de inestabilidad sistémica.
Corea del Sur, como país anfitrión en 2025, tiene un papel singular y complejo, es una economía avanzada, vinculada tanto a Estados Unidos como a China, en una región que acumula riesgos de seguridad elevados, la península coreana, el Mar de China Meridional, oportunidades de innovación tecnológicas (chips, IA, energías limpias). Todo pareciera indicar que la elección de Corea como sede, no es neutral; es una señal de que el foro busca proyectar un “anfitrión moderador”, capaz de reunir a los grandes actores y gestionar tensiones, a la vez que promueve su propio protagonismo.
El lema oficial de la cumbre: “Building a Sustainable Tomorrow: Connect, Innovate, Prosper”, da cuenta de esa ambición. Pero ese lema es también una máscara de realidades más duras: conectividad que se debate con control tecnológico, innovación que se disputa geopolíticamente, prosperidad que depende de seguridad y estabilidad.
La guerra comercial, pero más allá de ella, el conflicto estructural entre potencias es quizá el motor más visible de esta reunión. Entre los miembros de APEC, el enfrentamiento entre Donald Trump (Estados Unidos) y Xi Jinping (China), marca la pauta. Ambos líderes se reúnen al margen de la cumbre, negociando aranceles, tierras raras, tecnología estratégica.
En la antesala de Busan, se acordó que China pospondría por un año sus controles de exportación de tierras raras, mientras EEUU suspendería la imposición prevista de aranceles del 100 % sobre exportaciones chinas.
Esta “pausa táctica” no elimina el conflicto de fondo: chips, IA, soberanía tecnológica, diversificación de cadenas. En la cumbre se aprobó una declaración conjunta sobre transformación digital y IA, pero con mucha dificultad para armonizar lenguaje y prioridades entre economías divergentes.
Pero la economía, por sí sola, no explica todo lo que está en juego. En el fondo, opera la lógica de la seguridad, no sólo militar en sentido clásico, sino seguridad económica, tecnológica, y de suministro energético. Los lanzamientos de misiles de Corea del Norte, las tensiones en los mares asiáticos, la competencia por rutas marítimas y por acceso a recursos críticos siguen alimentando la lógica del riesgo.
En ese sentido, la APEC se convierte en un escenario híbrido: no solo para debatir comercio libre, sino para mostrar que las economías pueden resistir, o no, ante choques estratégicos.
La agenda oficial muestra los grandes vectores de transformación: la inteligencia artificial, la transición energética y la demografía, temas, que a simple vista se presentan como de cooperación pero que, en el fondo, constituyen campos de poder estratégico.
Por ejemplo, en la reunión ministerial de energía de APEC en Busan, los miembros reafirmaron el compromiso con seguridad energética, resiliencia de sistemas y despliegue de tecnologías modernas.
El desafío para América Latina, en este contexto, es doble: por un lado, insertarse en esa nueva arquitectura del Pacífico (recursos, innovación, cadena de valor), y por el otro, evitar quedar atrapada en bloques cerrados o depender excesivamente de un solo socio. Con la economía global cada vez más fragmentada y condicionada por la rivalidad, las decisiones que tomen los países latinoamericanos sobre diversificación, tecnología e inversión, marcarán su futuro.
Los encuentros bilaterales al margen de la cumbre también adquieren relevancia estratégica. La reunión entre Trump y Xi, realizada el 30 de octubre en Busan, marca un momento de inflexión con el objetivo de discutir “cuestiones estratégicas y a largo plazo” en sus relaciones bilaterales, lo cual revela que la cumbre sirve también de foro para arreglos que no figuran en los comunicados públicos.
Y aun cuando los resultados sean presentados como “acuerdos” o “marcos de entendimiento”, se trata de negociaciones en las que la economía es el vehículo, pero el poder, la influencia y la seguridad están al volante.
En la Gyeongju Declaration, términos clave como “conectividad”, “innovación” y “prosperidad” fueron ajustados, por decirlo de alguna manera, por los negociadores para reflejar un contexto global más complejo y cauteloso. La “conectividad”, que tradicionalmente se asociaba con infraestructura y transporte físico entre los países, ahora se entiende de manera más amplia, incorporando la digitalización, la integración de cadenas de suministro y la cooperación económica. Este enfoque reconoce los riesgos geopolíticos y la vulnerabilidad de las redes físicas y digitales, y apunta a fortalecer la resiliencia regional sin comprometer la seguridad ni la estabilidad.
De manera similar, la “innovación” y la “prosperidad” se presentan con un matiz más prudente. La innovación, antes vista principalmente como impulso tecnológico o industrial, se aborda ahora con una perspectiva estratégica, que considera tanto las oportunidades como los desafíos derivados de la competencia tecnológica global y la necesidad de regulación internacional. La prosperidad, por su parte, se redefine no solo como crecimiento económico, sino como desarrollo inclusivo y sostenible, consciente de las vulnerabilidades económicas, sociales y ambientales.
En conjunto, estas modificaciones muestran que, aunque los líderes siguen comprometidos con el comercio abierto y el desarrollo multilateral, lo hacen de forma más adaptativa y consciente de los riesgos presentes en el escenario global actual.
Sin embargo, pese a la prudencia y la tensión, existe una ventana de oportunidad que la APEC 2025 deja entrever: la voluntad de que Asia Pacífico siga siendo una región de crecimiento, de conexiones e innovación, no solo de rivalidades. El reto será que esa voluntad se traduzca en políticas concretas, inversión real y cadenas de valor resilientes que no se fragmenten ante cada sacudida geopolítica.
En última instancia, la cumbre en Busan es tanto escenario como síntoma. Muestra un mundo en disputa, sí; pero también sugiere que el nuevo orden puede construirse desde la cooperación tecnológicamente sofisticada, desde alianzas estratégicas más flexibles y desde economías que entiendan que prosperar hoy puede significar administrar vulnerabilidades, anticipar riesgos y transformar la rivalidad en gobernanza compartida.
El texto que deja APEC 2025 puede resumirse de esta forma: el comercio libre, la inversión fluida y la integración regional ya no pueden darse por sentadas. En su lugar, emergen tres certezas: la innovación define ventaja; la seguridad (en sentido amplio) condiciona prosperidad; y la flexibilidad estratégica sustituye las certidumbres del pasado. América Latina y otras regiones del mundo deben observar, y aprender y, a mi modo de ver, tienen una opción: ser parte activa del nuevo diseño global o quedar relegadas.
Para América Latina, la lectura de Busan 2025 debe incorporar varios aprendizajes: en primer lugar, la globalización ya no opera sin riesgos de fragmentación o reversión; en segundo lugar, la tecnología y los recursos críticos se han convertido en palancas de política exterior; en tercer lugar, los socios regionales principales (EEUU, China, la Unión Europea) moldean condiciones en las que los países más pequeños o medianos deben ser tácticos y adaptativos, no simplemente pasivos.
La oportunidad está en la diversificación de mercados, de socios tecnológicos, de rutas de inversión y en la articulación de agendas propias dentro del gran tablero Asia Pacífico. Si América Latina actúa con visión, puede encontrar espacios de colaboración en IA, energías limpias, conectividad digital, alimentos y recursos estratégicos.
Pero si no lo hace, corre el riesgo de quedar atrapada en dinámicas de periferia o dependencia.
La cumbre de Busan ofrece algunas pistas claras sobre hacia dónde va el mundo; un énfasis renovado en la integración regional, pero bajo condiciones de competencia más intensa; una apuesta por la innovación como eje de poder; un protagonismo creciente de los países que median entre potencias; pero sobre todo, un mensaje: el comercio ya no es neutral. En este nuevo panorama, cada apertura, cada acuerdo, cada infraestructura de conexión, lleva en su interior una decisión sobre quién ganará ventaja, quién controlará la innovación, quién definirá las reglas.
