C. Sabatini: La elusiva y crucial labor del observador electoral internacional
SANTIAGO — A lo largo de América Latina y el Caribe, los ciudadanos han perdido confianza en las elecciones y en los políticos. Y así como los votantes están cuestionando el proceso democrático, los gobiernos de todo el espectro ideológico también están desautorizando a los vigilantes tradicionales de la integridad electoral; los organismos multilaterales como las Naciones Unidas, la Organización de los Estados Americanos (OEA), entre otros.
La conjunción de ambos fenómenos —la disminución de la confianza en las elecciones y la falta de respaldo a aquellos que garantizan la integridad del voto— crea un problema: ¿qué figura queda para juzgar con credibilidad las elecciones de los próximos meses, que podrían llegar a ser controversiales, en dos de los países más grandes de América Latina, México y Brasil?
Durante los últimos treinta años, grupos de observadores electorales han ayudado a establecer estándares respetados por toda la comunidad internacional para garantizar la celebración de elecciones libres y transparentes al mismo tiempo que protegen los derechos de los votantes y también han logrado detener la exaltación política cuando los malos perdedores han intentado robar elecciones o poner en duda los resultados. Esto ha pasado en República Dominicana en 1994, en Perú en el año 2000, en México en 2006 y en Ecuador en 2017.
La autoridad de los observadores neutrales para defender unas elecciones libres se sustenta en el compromiso del gobierno que convoca la elección de aceptar que las organizaciones tienen el derecho y la autoridad para determinar si la votación fue justa o no. Ese compromiso hoy está en riesgo.
En noviembre del año pasado, el gobierno de Donald Trump se apresuró a aceptar la disputada reelección del presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, un aliado de Estados Unidos, pese a que los observadores de la Unión Europea y de la OEA externaron sus preocupaciones sobre la validez del conteo de votos.
En mayo, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, se mofó de la comunidad internacional al rehusarse a invitar a observadores independientes para las elecciones presidenciales, que la Unión Europea y otros catorce países denunciaron como un fraude.
En cambio, Maduro invitó a monitores electorales espurios, como los de la Unión de Naciones Suramericana (Unasur) y la misión de observadores del Consejo de Expertos Electorales de Latinoamérica (Ceela) —dos grupos que han sido apodados “monitores electorales zombis“— para “acompañar” o certificar el proceso electoral, pero sin ninguna pretensión de objetividad.
Organizaciones como esta fueron creadas y respaldadas por líderes autoritarios como el expresidente de Venezuela Hugo Chávez y el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, para darles a sus elecciones una apariencia de legitimidad y para contrarrestar el poder de los observadores electorales internacionales que sí son reconocidos.
El problema se ha magnificado como consecuencia de que muchos presidentes latinoamericanos han permanecido en silencio cuando algunos gobernantes autoritarios han menospreciado a los observadores electorales o se han robado elecciones. Un ejemplo reciente es cuando el presidente boliviano, Evo Morales, obvió los resultados, validados por observadores internacionales, de un referendo popular que le negaba la posibilidad de reelegirse por cuarta ocasión. Los mandatarios de la región fallaron en denunciar los esfuerzos de Morales para tergiversar los resultados.
Justo cuando los estándares electorales están empezando a desgastarse, también la confianza de los ciudadanos en las elecciones y sus resultados han caído vertiginosamente. De acuerdo con el Barómetro de las Américas de la Universidad de Vanderbilt, de Canadá a Argentina la confianza de los votantes en sus procesos electorales ha caído al 39 por ciento entre 2016 y 2017 después de que en 2004 estuviera en el 61 por ciento, y la confianza en los partidos políticos ha llegado a alrededor del 17 por ciento cuando en 2010 estaba en el 24 por ciento.
La falta de confianza en los sistemas electorales está particularmente acentuada en Brasil y México. Los mexicanos elegirán a un nuevo presidente el 1 de julio, pero solo el 26 por ciento de la población confía en las elecciones. En Brasil se celebrará la primera vuelta el 7 de octubre y, si el candidato ganador no obtiene más del 50 por ciento de los votos —el escenario más probable—, se realizará una segunda vuelta el 28 de octubre y solo el 23 por ciento de sus ciudadanos confía en el proceso electoral.
En México, el candidato populista Andrés Manuel López Obrador, quien lleva una ventaja considerable en las encuestas, hará un tercer intento de ganar la presidencia. En las elecciones de 2006, después de perder por un margen estrecho, se proclamó el presidente legítimo y se organizaron protestas en las calles de Ciudad de México para disputar los resultados. Brasil, por su parte, celebra una de sus elecciones más polarizadas en sus 33 años de democracia.
En el pasado, los monitores internacionales fueron decisivos para contener la agitación social y evitar un colapso político. Pero en 2018 no se sabe quién podrá ayudar a calmar el caos político en un sistema profundamente dividido, en caso de que algún candidato en México o Brasil decida cuestionar los resultados.
Para revertir este peligroso declive en la confianza y credibilidad de los observadores electorales independientes, los organismos multilaterales y los gobiernos de la región deben dejar de ignorar a los grupos ilegítimos que carecen de estándares básicos de profesionalismo y objetividad, y denunciar sus esfuerzos de apropiarse del oficio del monitor electoral serio, profesional y con parámetros confiables.
La comunidad internacional —incluidas la Unión Europea y las Naciones Unidas— deberían alentar a los países de América Latina que convocan elecciones este año a apoyar los esfuerzos de los observadores internacionales legítimos.
Los monitores oficiales deben ser invitados a los países latinoamericanos y, antes de la votación, los candidatos tendrían que comprometerse con respetar los resultados que las misiones de observadores validen. Hasta que los gobiernos y los candidatos estén dispuestos a tomar estos pasos, los estándares electorales y los derechos de los votantes continuarán desgastándose y, con ello, la confianza de los ciudadanos en el proceso democrático más básico: votar.