«Café Society»: Un Woody Allen agridulce y magistral
El director neoyorquino ha inaugurado Cannes con ‘Café society’, una espléndida película, la que más me ha gustado de él desde hace tiempo
El trailer:
Que llueva en primavera de vez en cuando es lógico, y la amenaza de tener que protegerte con esos paraguas de usar y tirar entiendo que es una bendición para el ejército de vendedores africanos que aparece en la calle en el momento en que caen dos gotas. También imagino que esa lluvia permanente forma parte de las pesadillas de aquellos para los que el Festival de Cannes supone un gran negocio. El glamour se esfuma si el personal no puede exhibirse en esta continua y fastuosa pasarela: no poder lucir en las terrazas la cuidadísima apariencia, tener que refugiarse en los portales. Además, asocias la Costa Azul en esta época a un clima benigno y a una luz especial. Esperemos que fallen los pronósticos y el cielo deje de estar indignado, que el desfile de las vanidades recobre el esplendor habitual.
Al ver la programación de la sección oficial descubres que está poblada por los directores de siempre, bastantes de ellos acostumbrados a la gloria de que Cannes bautice a cada nueva criatura que engendran pero te planteas que también debe de existir gente joven que esté haciendo un cine atractivo. No hay huellas de ellos en las películas que compiten por la Palma de Oro. Cannes apuesta por lo seguro.
Y entre los consagrados por su ancestral presencia en los festivales, hay bastantes cineastas que siguen sin sonarle al público normal, aunque aquí reciban tratamiento de dioses. La organización les mima y la crítica mayoritariamente también. Conociendo a la fuerza toda su obra a mí nunca me han provocado adicción, pero puede ocurrir que te sorprendan, que tu razonada fobia deje paso a la sorprendente filia. Por mi bien, ojalá que pase esto.
Y existen otros directores que siendo habituales en los festivales, se las ingenian para que siempre esperes lo mejor en cada reencuentro con ellos. Por ejemplo, un señor de 80 años llamado Woody Allen. Incluso en sus películas más leves, irregulares o fallidas, siempre hallo alguna cosa excelente que solo se le puede ocurrir a él. Y cuando todo funciona en su cine, cuando está en estado de gracia, el gozo de los que le veneramos es incomparable.
Allen ha inaugurado Cannes con Café society, una espléndida película, la que más me ha gustado de él desde hace mucho tiempo, desde aquellas dos obras maestras tituladas Balas sobre Broadway y Match point. Te asalta la sensación con ella de que este anciano posee un conocimiento enciclopédico de la condición humana, de sus luces y sus sombras, de los dilemas del amor, de la elección por lo que crees que te conviene y que presuntamente dará estabilidad y futuro a tu existencia y el rechazo a lo que te exige el corazón. Del precio sentimental que hay que pagar por ello, de los reencuentros o los recuerdos cuando los caminos ya se cerraron, de lo que pervive en el alma y en el cuerpo aunque ya no sirva para nada y provoque melancolía y dolor. Allen sabe todo de todos nosotros y lo cuenta con una sutileza y una profundidad admirables.
En varios momentos nos hace reír pero no a carcajadas. El tono es amable pero la conclusión es muy triste. Y arriesgada. Cualquier productor miedoso o embrutecido le exigiría un final tan feliz como falso, pero Allen siempre ha hecho lo que le da la gana. Y opta por la verdad aunque esta no sea comercial. Hay desconsuelo, racionalidad, lirismo y pena. Allen ha trabajado con el director de fotografía Vittorio Storaro buscando una luz determinada y precisa para hablar de los sentimientos. Y la cámara no para de moverse, pero sólo lo constatas cuando la historia ha terminado. Quiero decir: estás dentro de la película y al finalizar te das cuenta de la maestría de su lenguaje. Es bonita la historia del chaval neoyorquino y judío (Allen se permite numerosos chistes e irreverencias con las tradiciones y peculiaridades de su raza) que va a buscarse la vida en Hollywood durante los años 30. Lo que le ocurrirá allí antes del fracasado retorno a sus raíces desprende ilusión y juventud, pero acabará en amargura y pérdida. Y la vida no se acaba, continúa, y la realidad se impone a los sueños. A lo peor ya no es vida sino el lógico ejercicio de supervivencia.
Salgo del cine conmovido. Y rogando para que el cerebro y la sensibilidad del viejo Woody Allen sigan funcionando, que ruede una película al año hasta que cumpla los cien. O los doscientos. Que no se muera nunca.