Caracas no es La Habana
Todavía hay personas diciendo que en Venezuela no sucederá lo mismo que en Cuba. Que la salida de la dictadura madurista será pacífica y democrática, paralizando el país con una huelga general o algo por el estilo. Los cubanos, que sabemos muy bien de qué se trata, no por sabios sino por sufrientes, desde que el pueblo ganó la mayoría parlamentaria intuimos que alguna treta haría el Ejecutivo para torcerles el brazo a los diputados opositores.
Hay que acabar de entender que en asuntos de mantenerse en el poder, unos cubanos tienen el triste gallardete de retenerlo por más de medio siglo bajo cualquier circunstancia.
La Habana nunca ha sido Caracas. A pesar de que hubo oposición armada y civil contra la Revolución cubana, esta llegó al poder con la legitimidad de derrotar a una dictadura, y su máximo líder, héroe para una mayoría de cubanos en 1959, era un abogado, blanco —importante el dato—, que había derrotado al «hombre fuerte» de los norteamericanos.
A eso puede sumarse que en el llamado Viejo Mundo ese líder supo vender una imagen de Robin Hood tropical que aún perdura. Tal es así que todavía en España, de donde procedía su padre, se le conoce donde quiera que uno vaya, se le admira y se le perdona como un mal necesario.
El Gobierno revolucionario pudo silenciar la prensa, la radio, los canales de televisión, y poner, cuadra por cuadra, un sistema de vigilancia sumamente eficiente —lo pagan los propios vigilados—, y eficaz en menos de tres años. A pocos metros de Quinta Avenida y 14 podían estar retenidos varios opositores y los habaneros de Miramar ignoraban lo que sucedía a menos de 100 metros de sus casas. Una sabia mezcla de represión y propaganda ha sido la clave del éxito autoritario cubano.
En Caracas ha sucedido otra cosa. Desaparecido Hugo Chávez, no había más camino que instaurar un régimen totalitario —ese y no otro fue siempre el objetivo—. Y era una necesidad recurrir a mecanismos de control ciudadano mucho menos elaborados. Las razones son tres: ausencia de un líder legítimo, de suficiente cuota de capital político; la urgencia de parecer una democracia para mantener relaciones internacionales funcionales; y poca astucia de unos servicios represivos no entrenados bajo la guía de la Stasi o la antigua KGB: por muchos cubanos que asesoren, no es lo mismo haber estudiado en Moscú y en Berlín Oriental que en las escuelas del MININT de La Habana.
Por otro lado, el extinto máximo líder cubano tenía extrema facilidad para mentir y convencer. Podía dar las cifras más absurdas o hacer cómplices a millones de compatriotas con descabellados planes a futuro. La acción cuasi suicida, temeraria, del asalto al Cuartel Moncada que se conmemorará en breve, es un ejemplo de ese poder de convencimiento: hasta unas horas antes, la mayoría de los asaltantes no sabían bien a qué se enfrentarían; confiaban ciegamente en otro joven de menos de 30 años.
El finado líder se creía su propia farsa; él era la mentira y la verdad al mismo tiempo: a partir de ahí, envolvía a todo un auditorio.
En cambio, el inquilino de Miraflores es un imitador malo. Desde aquel relato virginal del pajarito reencarnado, cualquier hijo de vecino sabe que se trata de un farsante que, además, se hace odiar gratuitamente. Ríe mientras habla, como si se burlara del auditorio —la mentira es una cosa muy seria— como si aún no se creyera en la poltrona presidencial sino al timón de un autobús caraqueño.
Pero no equivocarse: detrás de esa mendacidad no se han podido descifrar unas pocas verdades. Ni Maduro ni Diosdado Cabello mienten en cuanto a sus planes político-policiales; dijeron que la Asamblea Nacional no iba a poder funcionar y lo cumplieron; que el revocatorio no sería posible, y así fue; que la Asamblea Constituyente va, y será muy difícil que no lo cumplan.
Solo la insubordinación de una parte importante del Ejército puede poner fin a la caída por el despeñadero. No han bastado más de 100 días de protestas, un centenar de muertos, un país casi paralizado. Algunos podrían pensar que la suspensión de la cuota petrolera por EEUU, la condena de la Unión Europea o del Vaticano van a hacer desistir de los planes que en papel, mucho antes de que Chávez expirara, estaba diseñada la República Socialista y Bolivariana de Venezuela, el parlamento comunal, la guía de un solo partido, la libreta de abastecimientos, el servicio militar obligatorio o las becas.
Caracas no es La Habana. Y todo puede ser peor pues las copias no suelen ser buenas. Como diría Jacinto Benavente, si fuera un oficial cubano en tierras de Bolívar: «¡Bienaventurados nuestros imitadores, porque de ellos serán todos nuestros defectos!».