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Cardenal Porras: «El discurso antiimperialista ha destruido al país»

Se olvidan, como le pasó también a Bolívar, que hay que dedicarse a construir el país. Por eso, Santander, Páez y Flores lo desplazaron y lo llevaron a su ruina física y política en Santa Marta.

Tras veinte años de revolución bolivariana hay que preguntarse si la gente vive mejor que antes. Las ofertas políticas en tiempos de elecciones basadas exclusivamente en el señalamiento de los errores del pasado tienen el encanto de quienes se sienten descontentos con su presente y caen ingenuamente en manos de los populistas seductores de ingenuos ciudadanos.

Viene luego la realidad. Quienes llegan al poder se sienten mesías y redentores, pensando que los discursos y el lenguaje encendido, pero vacío de contenido, todo se arregla. Las revoluciones tienen el atractivo de señalar los males, lo torcido, pero no tienen la capacidad de sumar sino de dividir. La exclusión de quienes no comparten su propuesta es un primer objetivo a eliminar. Es fácil y rápido destruir, pero es imposible construir sin la participación de todos, porque las capacidades y competencias no están en un solo lado.

Por otra parte, en los genes de los políticos venezolanos de todos los tiempos está el virus de creerse la reencarnación de Simón Bolívar, y asumen como tarea primordial, destruir el imperio (el hispano, el europeo y el americano), considerado el único y principal culpable de todos nuestros males.

Se olvidan, como le pasó también a Bolívar, que hay que dedicarse a construir el país. Por eso, Santander, Páez y Flores lo desplazaron y lo llevaron a su ruina física y política en Santa Marta.

El discurso antiimperialista ha destruido al país, y los millones de compatriotas que han emigrado buscan refugio y futuro en países hermanos o lejanos que, con sus logros y deficiencias, se han dedicado a lo suyo: construir sus sociedades y no al canto de sirena de querer destruir los imperios. La fortaleza interna está en tener las herramientas propias para tener voz y palabra que hemos dejado de producir lo que nos daba trabajo, progreso y solidez. Ahora comemos e importamos alimentos y medicinas, muchas de dudosa calidad, que antes con orgullo los producíamos y mejor.

La precariedad aumenta y el régimen se resiste a reconocer sus errores y a abrir las puertas a un cambio profundo que traiga seguridad, libertad, progreso y convivencia fraterna.

Mientras la precariedad se enquista y crece, la gente sufre, padece, disminuye y muerte. Mientras, los que gobiernan viven opíparamente, derrochan dineros, gastándolos en promover encuentros para que los aplaudan una serie de seudolíderes que saben vivir muy bien del cuento y de la generosidad sin sentido de quienes los mantienen y engordan.

Nos toca ser más conscientes y luchar por una salida pronta y pacífica para que no termine por hacer desaparecer lo que queda de país, que parecía tierra de gracia y ha sido convertido en erial infecundo.

La esperanza está en nuestras manos y no en las de quienes nos quieren convertir en esclavos sumisos de una revolución fracasada. Quienes tocamos con las manos la pobreza y las lágrimas de nuestros ciudadanos sentimos la necesidad, no solo de ayudar a los más vulnerables, sino de gritar a los cuatro vientos que vivimos una realidad moralmente reprobable e insostenible que clama al cielo.

 

 

 

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