Carlos Alberto Montaner: Panorama para antes y después de la batalla
Las presidenciales en Ecuador son el próximo 11 de abril. Esa es la fecha de la segunda vuelta electoral. Como suele suceder en el Tercer Mundo, hay una parte sustancial del electorado que le gusta jugar con fuego. Ocurrió en Venezuela durante la elección de Hugo Chávez a fines de 1998. Los venezolanos se quemaron. Hoy lo lamentan. Votaron mal y destruyeron al país.
Pudieron haber elegido a Henrique Salas Römer, un candidato de lujo, pero prefirieron a un teniente coronel golpista, un “analfabeto funcional”, porque don Henrique formaba parte de la IV República. Fueron los mejores cuarenta años consecutivos de la historia de ese desgraciado país, pero resultaron vilmente satanizados por Chávez en un mensaje irresponsablemente creído y repetido por el conjunto de la sociedad venezolana.
La competencia será entre Guillermo Lasso, un banquero hecho a sí mismo, excesivamente católico para mi gusto –es del Opus-, pero con los pies en la tierra e ideas económicas y sociales razonables, y Andrés Arauz, un economista hecho a la imagen y semejanza de Rafael Correa, la lamentable “cabeza económica” del Socialismo del Siglo XXI, gran experto en endeudar a los ecuatorianos y enemigo declarado de la dolarización.
Arauz, que tiene los años que tenía Alan García en su primer mandato, pero con una buena experiencia en gastar el dinero ajeno, trae al ruedo su expertise como “subsecretario de Planificación para el Buen Vivir” y como “Ministro y Coordinador de Conocimiento y Talento Humano”. ¡Madre mía, qué currículo!
En su momento se barajó la idea de que el ticket fuera Arauz-Correa (como Alberto Fernández-Cristina Kirchner, o como Dmtry Medmedev-Vladimir Putin, donde el poder estuviera en el vice mientras el presidente se limitara a la formalidad más descarada). Afortunadamente, lo impidieron la condena a ocho años de cárcel por “cohecho” y la parte de la sentencia que prohibía de por vida a Rafael Correa desempeñar cualquier cargo público. (Al fin algo que agradecer al escándalo repugnante de Odebrecht).
En un comentario radial (hago dos a la semana), insinué que el error latinoamericano, nuestro gran error, era habernos afiliados a la fórmula presidencialista copiada de Estados Unidos, en lugar de optar por el sistema parlamentario inspirado por Inglaterra y las naciones escandinavas, como recomendaba el español Juan José Linz, gran sociólogo y profesor de Yale.
Una vez transmitida esta opinión, un señor muy listo -un listillo– me respondió diciéndome que Hitler y Mussolini habían surgido en sociedades parlamentarias, al tiempo que la España de Pedro Sánchez, a punto del desguace por la labor de zapa de Pablo Iglesias, no es el mejor ejemplo de lo que puede traer el parlamentarismo.
Tal vez no hay una fórmula perfecta para conducir los asuntos públicos. Todas, eventualmente, conducen al desastre, y el error es no dar por descontada la inevitable catástrofe. En Estados Unidos, que parecía haber superadas todas las locuras, y, aunque zigzagueante, daba la impresión de que era una sociedad madura destinada al éxito, de pronto aparece Donald Trump y convoca a sus huestes a desconocer el resultado de las elecciones y, de paso, a destruir el Congreso.
Creo que fue Churchill quien decía que bastaba media hora de conversación con un “ciudadano medio” para desconfiar de la democracia. Puede ser, pero peor es contar con dictadores o partidos que nos digan lo que debamos hacer. De ahí que Don Winston, contradiciéndose, nos dejara una definición melancólica de la democracia: “es el peor de los sistemas … exceptuados todos los demás”. A fin de cuentas es sólo una forma pacífica de transmitir la autoridad. Nadie garantiza que los mejores serán electos. Nadie.